Paula

No quiero aprender a convivir con el dolor

Durante años, casi todos los médicos me dijeron lo mismo: que acepte el dolor y lo haga parte de mi vida. Pero ninguno de ellos carga con una fractura de sacro, un 40% de discapacidad y un punto que arde todos los días. Yo sí, y por eso me resisto a creer que resignarme sea la única opción.

Seis años de un dolor que no es pasajero, que no es un sobresalto del cuerpo ni un músculo que protesta. Es un dolor que aprendió mi ritmo, que se sienta a la mesa como si fuera un miembro más de la casa, que se despierta antes que yo y me recuerda que sigue ahí.

El sacro, ese hueso que casi nadie menciona, se volvió mi eje torcido. Un punto silencioso que late con un idioma propio. Un pequeño núcleo donde algo quedó detenido en el tiempo. No duele “como” algo, duele “en” algo: en lo más profundo, donde no llegan las palabras.

Es un dolor que no compite. Podrían golpearme y sería otro ruido; pincharme y apenas lo registraría; cortarme y quizá sería un alivio momentáneo. El verdadero escenario está ahí: en ese pedazo de hueso obstinado que decidió quedarse hablando solo, como un recordatorio corporal de algo que no cicatrizó del todo. Como si una parte del cuerpo hubiera quedado detenida, exactamente, en el instante de la herida, repitiéndola una y otra vez.

El síntoma aparece todos los días en el mismo punto, como si cada mañana dijera: “estoy acá, sigo acá, ¿qué vas a hacer con esto?”. Me despierta, respira conmigo, se cuela entre mis movimientos. Convive con mis gestos, se posa en cada postura. No se va al acostarme: solo cambia de forma. Es una presencia. Un huésped antiguo. Una sombra que tomó cuerpo.

Convivir con algo que nunca afloja cambia la relación con el propio cuerpo, lo vuelve territorio observado, campo minado. Convierte la existencia en una negociación constante y esa negociación desgasta, cansa, lima los bordes de lo cotidiano.

Nombrar lo que pasa cuando una ya no sabe bien dónde termina el cuerpo y dónde empieza el dolor no es una queja. Es la descripción honesta de lo que ocurre cuando un dolor deja de ser un síntoma y se convierte en una forma de habitar. Cuando la vida entera se organiza alrededor de un punto que arde.

Eso es lo que siento, lo que vivo, lo que insiste, lo que retorna. Un territorio que no pedí.

No quiero aprender a convivir con la herida. ¿Por qué debería? Merezco desarmar su origen, que desaparezca, deshacer la marca. Retroceder hasta ese instante que quedó atrapado en mi cuerpo, ese septiembre que se volvió cicatriz, para que alguna vez este sufrimiento sea apenas un recuerdo que ya no arde, y no la sombra que decide por mí.

Todo eso que suena a metáfora empezó, en realidad, como un golpe concreto en el cuerpo.

Me fracturé el sacro en una caída y, cuando se suponía que la lesión iba a ser solo un episodio de mi vida, el dolor decidió quedarse para siempre. Con el tiempo entendí que ese hueso casi anónimo tampoco ocupa un lugar central en la medicina. Un trabajo publicado en la revista Journal of Bone and Joint Surgery describe al sacro como el núcleo mecánico entre la columna y la pelvis, pero aun así lo define como una región relativamente descuidada, poco explorada a pesar de la carga que sostiene.

Distintos trabajos describen las fracturas de sacro como una epidemia silenciosa. Se diagnostican poco y tarde, en parte porque las primeras radiografías y tomografías suelen verse normales. En mi caso fue parecido: recién la resonancia nombró la fractura cuando ya llevaba un mes con un dolor cada vez más insoportable, tratando de seguir con mi vida normal porque todos los exámenes anteriores decían que no tenía nada.

Lo más desconcertante viene después, cuando la fractura ya “cerró” en las imágenes pero el dolor no se va.

Un estudio de seguimiento en Orthopaedics & Traumatology: Surgery & Research siguió durante casi nueve años a quince personas con fracturas lumbosacras y diez de ellas seguían con dolor lumbar crónico. Otras investigaciones muestran algo similar: aun con buena consolidación ósea, el dolor residual y algunas secuelas neurológicas son frecuentes. En mi caso, esa persistencia terminó en un 40% de discapacidad reconocida por ese dolor que sigue instalado donde alguna vez estuvo la fractura.

Frente a eso, los tratamientos se parecen más a una negociación que a una cura. Los estudios clínicos hablan de infiltraciones guiadas en la zona como una de las pocas pruebas realmente certeras, y como un recurso que puede aliviar al menos a una parte de quienes vivimos con este dolor.

También describen que, en casos muy seleccionados, la cirugía de artrodesis mínimamente invasiva, ofrece un mejor alivio que seguir indefinidamente solo con un tratamiento conservador. Desde ahí escribo, desde un cuerpo que negocia con un hueso “secundario” para la medicina, pero central en mi vida; sin querer entregarle a la herida la decisión sobre mi manera de habitar el mundo.

Escribo también porque lo que no se nombra no existe, y mientras el sacro siga siendo un pie de página en la literatura médica, quienes cargamos con esta herida vamos a seguir negociando a oscuras, escuchando que hay que “amigarse” con ella en lugar de que se busquen nuevas formas de aliviarla.

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