Violencia institucional: Lo que ocurre cuando las instituciones no funcionan
En nuestro Consultorio Legal, esta semana abordamos el caso de Mariana, una madre que intentó proteger a su hijo de la violencia doméstica que ambos habían vivido, pero terminó enfrentándose a un sistema que profundizó ese daño. Una historia que muestra que, cuando las instituciones llamadas a proteger no funcionan, el proceso puede abrir nuevas heridas.

Años atrás, Mariana denunció violencia intrafamiliar y obtuvo una condena contra el padre de su hijo. Cumplió cada paso que el Estado exige: denunciar, exponerse, sostener el proceso, confiar.
Pero quien terminó quebrándose años más tarde fue su hijo: pesadillas, regresiones, angustia persistente y dolores sin causa médica aparente. Síntomas que aparecían mientras seguía vigente un régimen de visitas obligatorio. La psiquiatra infantil fue categórica: el vínculo con el padre no era seguro. A su psicóloga, el niño verbalizó lo que su cuerpo ya mostraba: “No quiero ver a mi papá”. El colegio también lo había detectado.
Ese relato, espontáneo, coherente, repetido y respaldado clínicamente, debió ser el centro del proceso. Y fue en ese momento cuando Mariana llegó a nosotras. Cansada, confundida, pero con una claridad esencial: esto no puede seguir así. No buscaba pelear sino proteger.
Lo esperable habría sido una resolución rápida que priorizara la seguridad del niño. Pero ocurrió lo contrario. El proceso para suspender las visitas se extendió por más de dos años, con entrevistas sucesivas, peritajes repetidos y audiencias que reabrían, una y otra vez, lo que los terapeutas intentaban reparar. Dos años para pedir algo que, en teoría, debería ser evidente: detener el daño.
Esa exposición crónica al estrés y la lentitud institucional no son simple ineficiencia del sistema: es violencia institucional, tal como lo reconoce la Ley 21.675 cuando tipifica como violencia la omisión de medidas de protección o su retraso injustificado.
La paradoja es brutal: existía denuncia, condena, diagnósticos clínicos y múltiples antecedentes. Y aun así, el sistema trató el caso como si fuera un conflicto entre adultos, de “problemas de coparentalidad”. Como si todo pudiera negociarse. Como si existiera la posibilidad de una “coparentalidad” que ignore la violencia que la precedió.
Se promovieron acuerdos en cada instancia posible. Se evaluó a la madre como “obstaculizadora”, poniendo el foco en ella y no en quien ejerció violencia. Se relativizó el relato del niño sugiriendo que podría estar “interferido”, pese a la evidencia objetiva.
Ahí se revela la disociación grave del sistema y surgen estas preguntas: ¿Se puede coparentar con un agresor? ¿Es posible rehabilitar a alguien que no reconoce la violencia ni el daño causado? ¿Puede un agresor ejercer las habilidades protectoras mínimas que exige la parentalidad ¿Puede forzarse una revinculación cuando ese vínculo ha sido el lugar del daño? ¿Puede obligarse a un niño a retomar un vínculo que rechaza, sin revictimizarlo?
Cuando un niño dice “no quiero volver a ese lugar”, cuando su cuerpo y su relato coinciden, la respuesta institucional no puede ser “intentémoslo de nuevo y veamos qué pasa”. Eso es revictimización. Es silenciarlo y exponerlo contra su voluntad nuevamente al daño.
Pero fue exactamente lo que ocurrió.
El marco jurídico es clarísimo: la Ley 21.430 sobre Garantías de la Niñez establece que los niños tienen derecho a ser oídos y a que su opinión, incluido su rechazo a un vínculo nocivo, tenga un peso real. Y exige que su interés superior sea el eje de toda decisión judicial. No un lema, sino un mandato.
No todos los casos son iguales. Pero hoy vemos una tendencia preocupante: la incapacidad de muchos operadores del sistema para distinguir cuándo se trata de un conflicto familiar y cuándo, por el contrario, es la expresión de una dinámica de violencia. Esa confusión abre la puerta a decisiones que perpetúan el daño. A veces por falta de herramientas. A veces por sesgos. A veces por falta de valentía para tomar decisiones difíciles.
Mientras exista una distancia entre lo que la ley reconoce y lo que el sistema ejecuta, no hay protección real. No basta tipificar la violencia institucional si seguimos interpretando la violencia como diferencias parentales. No basta proclamar el interés superior del niño si sus voces siguen siendo relativizadas.
Chile necesita un sistema que deje de exigirles a las mujeres y a los niños sobrevivir dos veces: primero a la violencia intrafamiliar, y luego a la violencia del propio Estado.
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