Reflexiones de una mamá de 12 hijos




“Tengo 12 hijos que van desde los 26 a los 6 años. Vivimos juntos en Santiago, en la casa que compramos con mi marido Jorge (54), y aquí no hay lujo. Ni aunque fuese millonaria podría satisfacer las necesidades de 14 personas. Medimos todo: las papas en el plato van contadas, igual que el nivel en el vaso de los jugos y las leches. Los libros del colegio se escriben con lápiz a mina y se borran para que el que viene lo use. No se compra ropa, se hereda la del más grande, no se contratan personas para arreglar las cosas, se aprende y las arreglamos nosotros mismos. Esta es exactamente la vida que elegimos.

Con Jorge nos conocimos en la universidad, cuando él estudiaba Derecho y yo Historia, e incluso antes de casarnos ya soñábamos con tener una familia numerosa. Cuando decíamos “numerosa”, pensamos en seis, o máximo siete. Ocho ya nos daba susto. Al momento de casarnos, queríamos que ese compromiso no estuviese basado solo en recibir lo que la vida nos deparara como pareja o “lanzarnos al destino” teniendo niños, como muchos pueden pensar. La decisión de tenerlos estuvo basada en un sentimiento de confianza, protección y responsabilidad, que nos mantiene juntos hasta ahora. El camino, por supuesto, no estuvo libre de dificultades.

Fueron naciendo muy seguidos, y se nos hizo difícil ser consecuentes. Cuando llegó el séptimo, hubo un punto de inflexión: nos cuestionamos la fidelidad al compromiso inicial porque sentimos que humanamente la fuerza para criar se acababa. Estaba cansada incluso desde antes, después de que llegara el quinto, porque tuve que asumir un rol 100% presente e incluso dejar mi profesión. Si bien yo sabía que Jorge quería poner de su parte en la crianza, no se daban los espacios porque él producía fuera de la casa. Ese fue el momento en que tomamos una decisión que lo cambió todo: partimos a vivir a Estados Unidos.

Ya no teníamos las mismas oportunidades que en Chile, ni tampoco había más personas que me ayudaran, por lo que él comenzó a entender de qué se trataba la coparentalidad. Allá tomó más responsabilidades en la familia, de cuidar a los niños y de mostrarse presente. Fue un alivio tremendo. En vez de crear un problema terminal, se convirtió en una oportunidad de aprender a comunicarnos mejor y crecer juntos. Como él fue hijo único, estaba acostumbrado a una atención para él solo, y no tenía la necesidad de compartir mucho con nadie. Que él cambiara fue un acto de generosidad, porque a pesar de que no tuvo esa crianza de familia grande, conoció la fraternidad y aprendió que podía compartir sus emociones.

Creo que para ambos tener tantos niños nos hizo mejores seres humanos. Como dicen, cada niño viene con su marraqueta bajo el brazo, y cada vez que iban naciendo estaba obligada a dar más en todos los aspectos de mi vida, no solo como mamá, sino que también como profesional y como mujer. Siento que mi cuerpo y mi concentración se adaptaron de una forma fascinante, como una evolución. Puedo escribir un libro meciendo a un niño con la rodilla y respondiéndole al otro lo que sea que me quiera preguntar, mientras sigo concentrada en lo mío. A pesar de que el sacrificio es enorme, creo que es muy posible no abandonarse a una misma, ni a sus sueños. Yo seguí trabajando y publicando mis textos de historia, lo cual me hace sentir orgullosa.

Si bien cuando terminé la universidad me proyectaba a un lado súper distinto, académico e individual, tuve que ir dejando todo en espera, pero nunca solté esas ganas de emprender en lo mío. El trabajo de madre no se acaba, así que hay que aprender a equilibrar la vida. Cuando una piensa que sus proyectos pueden hundirse, es esa misma sensación la que te obliga a no perderte y salir adelante.

Son muchos años en esto, pero jamás he visto mi vida como la de una mártir, fijándome solo en las renuncias que he hecho. He tratado de fortalecer mi inteligencia emocional para que cada renuncia también me traiga consecuencias positivas. Y el premio es enorme. Como madre tengo la oportunidad casi única de conocer en profundidad 12 cabezas y corazones distintos. Es la intensidad del vínculo materno pero por 12, y ahí te das cuenta de que existen pocos límites para los sueños de los hijos, y para sus tristezas también.

Entrar en ese mundo es el desafío más grande. Al igual que los platos de comida, una sabe que la atención debe ser equitativa para todos los hijos, donde cada uno viene con su bagaje distinto, su personalidad y sobre todo, experiencias que quieren contar de su vida. Ahora en junio, en plena cuarentena, coincidió que una de mis hijas llegó de hacer un voluntariado de seis meses en África, otra volvió de una beca que se ganó para estudiar en Inglaterra, el otro está con sus exámenes de Derecho, otra en su primer año de universidad y, además, la más grande se casó por el civil la semana pasada. Yo sé que a veces, cuando quieren contarme sus cosas, también deben preguntarse: “¿Qué pasaría si fuese hijo único?”.

Pero es imposible pensarlo así. Hemos tratado de dedicarle el tiempo a todos, y sobre todo, en los momentos adversos. Me interesa evitar que se cierren o que se sientan solos, y la solución ha sido tener espacios marcados, darles a cada uno su tiempo y lugar para expresarse. Es importante que se sientan seguros, pero es una tarea complicada. Así que seguimos trabajando en eso”.

Isabel Margarita González (49) es historiadora y dueña de casa.

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