Revista Que Pasa

Poemas de Chile

<div>Hace diez años Rafael Gumucio publicaba <i>Los platos rotos</i>, su historia personal de Chile. Ahora, lo vuelve a editar con dos capítulos nuevos, uno de ellos dedicado a Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. Una versión que busca ser leída en tiempo presente y que trata de responder una pregunta: ¿cómo se escribe la historia de Chile?</div><div><br></div>

El momento más representativo de Historia personal de Chile. Los platos rotos. De Almagro a Bachelet es el capítulo donde habla Marta Rivas, la abuela de Rafael Gumucio, el autor del libro. Dice Rivas: “¿Qué pasó en Chile? Que, por puro miedo a los rotos, los caballeros se volvieron rotos. Todos los que tienen fundos también son rotos. El apego a la tierra es una cochinada”. Pero Rivas no escribe, su voz es lo que Gumucio recuerda de ella, una ficción construida como una colección de tics que constituyen una especie de ideario, fragmentos del relato de la república que el texto aspira a representar o, mejor dicho, a inventar. Puras paradojas. Puros escombros de sentido, pues donde tendría que existir coherencia (la de una retórica que se aproxime a la idea de un país) sólo aparece la contradicción, la confusión, el anacronismo. El país de Rivas -que recuerda Gumucio- es una colección de lugares comunes que han quedado flotando en el vacío y vuelven como  una experiencia apócrifa  de lo que puede llegar a significar la identidad.

Hay que decir que el libro de Gumucio no es nuevo. Fue publicado hace diez años y ahora vuelve en esta versión -editada por Hueders- que aspira a ser leída en tiempo presente. Las modificaciones son pequeñas pero sustanciales, pues el libro es el espejo de un ahora; ordena sus símbolos para que funcione en ese plano. Dos movimientos revelan ese deseo: un capítulo final dedicado a Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, y otro dedicado a los escritores Juan Emar y José Santos González Vera.

Así, Piñera es un presidente que “está peleado con su infancia”, Bachelet puede representar “un recreo, un perdón, una escapatoria”. Entre ambos está el peso de la noche, que para Gumucio es una especie de miedo o fuerza de gravedad paralizante, una herida fundacional de cualquier rasgo comunitario del país. Por eso es relevante la inclusión, mucho antes, del segmento dedicado a González Vera y a Emar. Gumucio detecta en ellos una tensión secreta, un paralelismo posible. Así, si el creador de Alhué es el “sueño de una literatura muda, en blanco y negro, donde los vagabundos hacen bailar dos pobres mendrugos de pan”, el autor de la gigantesca Umbral funciona como el hijo, “una abundancia que terminó por buscar desesperadamente una pobreza donde asirse”. Esto tiene sentido; traza los puntos de fuga de la escritura del territorio: el del héroe invisible y el del delirante ampuloso. Porque, al final, se trata de ¿cómo escribir la historia de Chile?, ¿como González Vera o como Emar? Gumucio se debate entre ambos. La pregunta por sus biografías y escrituras es en realidad una indagación en ese espacio indefinible y volátil.

De este modo, si hace diez años el libro podía ser leído como una especie de excentricidad (el kitsch de la culpa del Bicentenario aún no estaba a la vista), ahora dialoga con varias historias (personales o no) que tratan de saber qué diablos es Chile. De hecho, habría que leer al lado de Gumucio la reedición de Poema de Chile (La Pollera Ediciones) de Gabriela Mistral. Ese texto, originalmente publicado en 1967, en cambio, nos presenta a un fantasma -la misma Mistral transfigurada en personaje- que pasea por un territorio que debe ser escrito para adquirir consistencia, como si se tratase de la idea de un continente nuevo que se redescubre en cada poema. Así, la flora y la fauna dejan entrever el horizonte de un país donde la hablante pasa “de noche”, pues según ella “las santiaguinas sólo/me ven escandalizadas/ y grita- ‘¡Válgame Dios!’-/ o me echan perros de caza”. Con ello, Mistral reconstruye el paisaje para volver, para tratar de atraparlo desde la distancia. En su libro se aprecia algo que desaparece, que está a punto de ser borrado.

Porque hay que pensar que una historia, del tipo que sea, se escribe porque se tiene miedo de la entropía, de los modos del olvido, de los tupidos velos de la amnesia. De hecho, basta recordar que el crítico literario Hernán Díaz Arrieta (Alone) publicó un volumen gigantesco llamado Historia personal de la literatura chilena en 1954, en el mismo momento en que Nicanor Parra dinamitaba todo con Poemas y antipoemas. Alone, siútico ejemplar chileno, escribía en primera persona sobre un canon literario que pretendía que pasara por él, que sólo pudiera ser enunciado gracias a la mediación de su voz. La literatura inventaba a Chile y él inventaba a la literatura. Escribir de ella era escribirse a sí mismo, un gesto que le servía para adquirir consistencia. Pero en vez de iluminar al mundo, sólo conseguía reflejar su propio rostro, exponiendo una colección de fobias (los criollistas, Mariano Latorre) y filias (Mistral, González Vera) que lo revelaban de cuerpo entero, pero también lo ponían en el umbral de un momento que abandonaba para siempre.

Ese año, 1954, gracias a Parra la literatura chilena dejaba de ser lo que era (o lo que quería ver Alone) y se lanzaba hacia un lugar indeterminado pero nuevo, tal y como ahora el libro de Gumucio se parapeta en un presente que teme abandonar. Escribir de ese presente es dejarlo atrás, exorcizarlo, antes que retenerlo. Pero donde en Alone sólo había megalomanía, en Gumucio hay algo parecido a un mea culpa. A diferencia de Mistral, ni Gumucio ni Alone se ven a sí mismos como fantasmas. Historia personal de Chile... es un libro triste y melancólico sobre un país que no existe y del que quedan sólo símbolos y héroes y villanos. Todos, por un momento, son pesadillas que acosan a su autor, imágenes de una tradición viscosa que deben ser narradas de nuevo para recuperar su sentido -si es que alguna vez lo tuvieron- antes de que se pierdan en el vértigo del futuro o de la nada.

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