Seis meses y doce días

Luego de medio año en santiago 1, el ingeniero civil cristian maldonado fue condenado a cuatro años de libertad vigilada, por asaltar un banco en pijama. hoy, mientras busca retomar su vida, reflexiona sobre la obsesión con el éxito en Chile y la necesidad de mejorar la ayuda psiquiátrica para los jóvenes.




En total, 193 días. Al principio, fue el llanto, la confusión, la sensación de que el mundo se acababa allí: en la cárcel. Fue esa primera noche, junto a otros siete presos en una celda oscura; fue el módulo 35, donde compartió pieza con un femicida; fue después el módulo 34, más violento, donde lo ayudaron a estar tranquilo unos presos evangélicos. También fue recibir a otros primerizos como él, asustados, e intentar calmarlos: enseñarles a tocar guitarra, escribir un diario, olvidarse un poco jugando al ajedrez. Fue verse a sí mismo una noche en el noticiero de Chilevisión —el favorito de los internos, por sus incontables notas policiales—, en las imágenes de archivo de un despacho sobre un asalto a un banco cualquiera.

Otra vez él, la mañana de ese lunes de febrero, captado por la cámara de seguridad del ServiEstado de Francisco Bilbao con Pedro de Valdivia: un extraño asaltante en pijama, con el rostro cubierto por dos pañuelos, la mano empuñando un cuchillo. Los titulares de la prensa, los periodistas fascinados por el extraño caso: el ingeniero civil de la Universidad de Chile que, agobiado por las deudas, había intentado robar un banco de forma precaria.

Todo eso fue la cárcel para Cristian Maldonado, el joven ejemplar, según sus amigos, recién casado, voluntario en una iglesia, que una mañana cambió el rumbo de su vida para siempre. Y después fue el juicio, la condena a cuatro años en régimen de libertad vigilada, el diagnóstico de trastorno adaptativo. El plan de ayuda psiquiátrica que hoy intenta cumplir al pie de la letra, mientras estudia un diplomado con la esperanza de regresar al mundo laboral y empezar a pagar los $25 millones de deuda con que empezó todo.

Ahora está sentado en un café vacío en Providencia, mientras la ciudad atardece. Tiene 29 años, polera negra, barba de pocos días, el pelo prolijo, lentes grandes. Sus brazos, llenos de marcas por meses de dormir entre chinches, son un recuerdo de su infierno reciente. A ratos, parece emocionado, sonríe nervioso o mira por la ventana. Todavía busca respuestas.

—¿Qué pasó en tu cabeza ese día?

—Tuve un cortocircuito. Yo siempre fui muy malo para pedir ayuda, es algo que ahora discuto mucho con mi psicóloga. Estaba en crisis, pero no pedí ayuda. ¿Creí que no merecía recibirla? ¿Creí que me iban a mirar mal por hacerlo? Creo que todo ese tema hizo que explotara y me pasó esa locura.

"Si casos como el mío sirven para que se tenga en cuenta que la salud mental es algo importante, bienvenido sea. Todos podemos tener crisis y podemos caer, los aviones se caen y no se va a caer uno"

—Cuando te entrevisté en la cárcel sentías que no habías sido tú, que ese día no eras Cristian Maldonado. ¿Quién eras cuando asaltaste ese banco?

—Un pobre y triste tipo. Un individuo que no encontró respuestas, que se encerró, se encerró, se transformó en un alien, y todo lo que hizo en sus 29 años de vida anteriores lo pasó por alto esa mañana. Era otro... como dice la canción: era un impostor.

—Vienes de una familia de pocos recursos, lograste entrar al Instituto Nacional, luego a la Universidad de Chile, a Beauchef. Es una historia de meritocracia. ¿Crees que la presión te afectó psicológicamente?

—Puede ser. Yo era muy austero, pero ves a tus compañeros con su vida armada, con su auto, y te contagias. Hoy miraba en televisión a los puntajes nacionales, y es como si todos ya los vieran forrados en dinero. Y yo pensaba... ojalá esas familias se calmen, ojalá esos cabros se concentren en estudiar algo que les guste, ojalá vayan paso a paso. Es mucha presión social.

—¿Tú sentías presión por ascender?

—La combinación del Nacional y Beauchef... uf... son doce años que te están diciendo que eres parte de la elite intelectual del país. Y después no es tan así. Mi misma carrera, Ingeniería Civil Estructural, no es qué bruto que hay pega. Hay una cuestión global de creación de expectativas muy altas, que es bueno que la misma universidad vaya matizando, y que te puedan mostrar cómo está el mercado laboral. A ti te dicen "eres ingeniero, vas a ser exitoso". Y puede ser, pero también puede ser que te cueste un poco más. Yo sentía una incomodidad muy grande por el hecho de que aun teniendo estudios y trabajo, no podía vivir bien.

—Ese día te levantaste en pijama, fuiste al banco, dos horas después estabas en la comisaría y luego en una celda... ¿cómo sobreviviste a esos seis meses?

—Los hermanos evangélicos me ayudaron mucho. Vino gente de la iglesia a abrazarme y me dieron compañía. Fueron muchos días de llanto instantáneo, de no saber qué pasaba…

—Tú eras muy religioso, ¿eso te sostuvo?

—Sí, y me puso otra perspectiva. De más humildad y entrega. Hay un versículo que me gusta mucho, que puse en una pared de mi pieza. Dice: "Las obras del Señor son todas buenas y cumplen oportunamente su finalidad". Todo termina siendo bueno, de eso me convencí. Creo que Dios me ayudó a vivir y a encontrarle un sentido a toda esta crisis. Yo de ese banco podría haber salido muerto o malherido…

—O podrías haber matado a alguien...

—Yo salí de espaldas… y el guardia me podría haber pegado un tiro. Pero por alguna razón no lo hizo. Entonces creo que todo esto sirve para darme cuenta de realidades que de otra forma no hubiese conocido, como las que hay adentro de la cárcel.

—¿Y qué aprendiste de ellas?

—A valorar la posibilidad de caminar por la calle. Yo adentro miraba a las palomas que entraban y salían. A valorar a mi familia: qué cortas se hacían las visitas en la cárcel. Y a valorar la vida, como tal. Porque en la vida puedes tener un título, puedes tener cosas, puedes ser rico materialmente, pero todo se puede ir en un segundo. Y lo que queda son las personas que están contigo. Eso es lo único importante.

—¿Ya no te importa el éxito como antes?

—Ahora quiero dar lo mejor de mí, pero no estar todo el tiempo comparándome con los demás. Antes sí lo hacía y eso me hacía mirarme en menos. Es una cosa patológica.

"Hay que reflexionar sobre el éxito. Una locura como la mía o un suicidio tienen que sacudir la forma en que estamos formando sociedad. Yo les diría a otros jóvenes angustiados que no tengan miedo de pedir ayuda"

—¿Te parece justo que te hayan dado libertad vigilada? Uno pensaría que las cárceles chilenas están llenas de jóvenes que robaron y que van a seguir adentro.

—Yo ya tuve mi castigo. Hay un tema en que he pensado mucho: qué espera la gente de una persona que va a la cárcel. ¿Qué esperas para alguien que te asalta? Que lo detengan, que lo metan a la cárcel, que esté cinco años. ¿Y qué esperas que pase después de eso? ¿Que sea una mejor persona? ¿Que se pudra? Ahí hay un gran tema: qué esperamos hacer con los presos.

—¿Crees que con más tiempo en la cárcel te hubieras transformado en otro?

—No es descartable. Si me hubiesen condenado a prisión me habrían llevado a la ex Penitenciaría, y ahí es otra cosa. Como soy pacífico tendría que haber estado recluido en la Iglesia, pero tal vez me hubiera convertido en otra persona… puede ser.

—¿Qué le dirías a una persona que hoy está en un pozo de angustia como el tuyo, a punto de cometer una locura contra otros o contra sí misma?

Cristian suspira y mira a la gente que camina por la calle, a toda prisa.

—Quiérete, le diría…

Luego guarda silencio un momento.

—Valórate, no hagas lo que yo hice: no te encierres. La familia y los amigos están para ayudarte. Y no tengas temor a ir a un especialista, aunque sea un tema tabú.

—¿Crees que falta ayuda psiquiátrica para los jóvenes en Chile?

—Sí… Yo ahora me gasté el tope anual de mi isapre para atenciones psiquiátricas en un mes y medio. ¿Tiene sentido? Si casos como el mío sirven para que se tenga en cuenta que la salud mental es algo importante, bienvenido sea. Todos podemos tener crisis y podemos caer, los aviones se caen y no se va a caer uno. No debería haber temor a ir a un especialista, a apoyarse en la mamá o en el hermano. Antes yo no hubiera escuchado este consejo.

—¿Has intentado contactarte con las víctimas de tu día de furia?

—Es que no puedo, una parte de la sentencia es la prohibición de acercarme al lugar, pero me encantaría pedirles perdón.

—¿Qué les dirías?

—Que me imagino la mañana de mierda que debe haber sido, y que lamento haber causado eso, que se hayan tenido que mamar esa locura. No se lo merecían.

—¿Si miras en retrospectiva, preferirías que no te hubieran pillado?

—No.

—Es políticamente correcto decir eso.

—Sí, ya lo sé. En la cárcel me preguntaban: ¿Y si lograbas hacerla? Quizás la conciencia no me hubiera dejado en paz. Quién sabe. Tal vez hubiese escapado y no se hubiera sabido nunca, pero ¿qué pasa si entraba en otra crisis y optaba por la misma solución? Yo creo que si cometí eso, tenía que tener mi aprendizaje de seis meses. Fue un factor de unión familiar y reflexión. Un sacudón tremendo, pero necesario. Lamentablemente se dio de una forma muy poco elegante, pero son aprendizajes necesarios en la vida.

—¿Qué aprendiste, exactamente?

—A fracasar. Que puedes fracasar y te vas a levantar. Hay que reflexionar sobre el  éxito. Una locura como la mía o un suicidio tienen que sacudir la forma en que estamos formando sociedad. Yo les diría a otros jóvenes angustiados que no tengan miedo de pedir ayuda, que no van a ser menos por hacerlo. Lamentablemente yo tuve que llegar a una cárcel para entender eso, tuve que estar preso para entender que no funcionamos solos.

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