Columna de Alberto Fuguet: La estética del “post Imperio”

El escritor norteamericano Bret Easton Ellis.

Breat Easton Ellis entendió los 80 más que nadie, tal como luego los 90 y la actualidad. Con su nuevo libro, entiende muy bien lo que viene, lo que se terminó y recuerda, con dosis de cariño y asco, lo que fuimos.



Bret Easton Ellis (BEE) lleva 35 años publicando (adelantándose, provocando, mostrando cosas que otros prefieren tapar, negándose a tratar de conquistar a los inconquistables, creando una resistencia desde un extraño margen “no marginal”, pero no por eso menos periférico) y aun así está lejos de rozar algo como un consenso canónico. Quizás por eso se lee con cierta compulsión y se colecciona. Da lo mismo con qué libro uno entra (puede ser, por cierto, Blanco, recién lanzado). Una de las cosas que noto es que, tal como sucedía con las láminas de los álbumes coleccionables, si uno entra a su mundo, no es tan fácil salir. Como me dijo una vez un amigo, atrapado en un Estado rojo republicano, lejos del mar: cuando rompes con Easton Ellis rompes con tu pasado, con tu eros, con tu juventud, con aquello oscuro que prefieres no recordar, con tu capacidad de estar conectado a lo que te altera o provoca o que deseas, pero no te atreves.

BEE no es tanto un provocador como un seductor, puede ser cierto eso de que al desecharlo, lo que realmente estás haciendo es abrazar una certeza falsa, que no te provoca ruido, ni te recuerda que hay algo más que tus metros cuadrados. El no ser canonizado le da a BEE libertad, algo que siempre le puede servir a un artista y no cabe duda de que lo usa bien y, de un tiempo a esta parte, parece que su mayor gasto energético lo ocupa para no ser atrapado. Esa libertad –acaso anárquica– le sirve a su proyecto, mejor para sus lectores incondicionales o, al menos, atentos (prefiero los peores libros de BEE que los mejores de XX). Creo (y sospecho que no soy el único) que es un autor clave, un chamán de cierta sensibilidad, que es capaz de guiarnos por la oscuridad, un maestro-in-progress que se niega a parar, un clásico vivo que, con cada libro nuevo o proyecto que emprende, te remece y provoca lo que tantos alineados a la danza de no errar o herir a la platea son incapaces. Te hace dudar, te asusta, te potencia.

Acceder de nuevo, ahora en español, a su extraño Blanco (sus memorias no memorias, su making off literario, su primer libro de no ficción) es un festín cultural por la cantidad de información mezclada con confesiones y opiniones. Ahora, por fin, aquellos que desean asquearse o no estar de acuerdo con él podrán hacerlo con criterio puesto, a diferencia de sus novelas que siempre han sido narradas por voces (¿es BEE el Puig americano?), Blanco se lee como los retazos de transcripciones de sesiones semanales con su terapeuta. No lo son. Es algo aún más raro: son monólogos de su podcast quincenal, en que el autor de Menos que cero les habla a la noche y al iluminado valle de Los Ángeles, desde de las alturas del Sunset Strip en West Hollywood. Desde hace unos meses, en su podcast, vomita sus emociones, habla de cine y libros a solas, e invita a creadores para hablar del estado de las cosas; ahora parte con entregas de su nuevo libro, que está escribiendo. Así, cada 15 días, se lanza con una suerte de regreso a los 80 y a su primera novela, pero ahora sin ficción, en clave memoria o, quizás, un ajuste de cuentas con lo que contó de manera ficticia cuando lo cierto es que era mejor lo que realmente sucedió. El otro día, en medio de un tratamiento de conducto, tuve que apagarlo, porque me alteró demasiado la narración o quizás fue la anestesia o mi pánico al nervio vivo.

“Parte de la gente que quiso prohibir American Psycho entendía que los crímenes de Patrick Bateman (que podrían ser crímenes imaginarios) eran mis propios crímenes, un error terrible que contribuyó a que recibiera amenazas de muerte y a que se amagara también con censurar la novela. En 1991 parecía una reacción curiosa e inusual, pero hoy en día la gente confunde constantemente pensamientos y opiniones como delitos reales”, revela en Blanco, un libro clave para entender el universo BEE y, de paso, enfrentarse a la belicosa actualidad. Ellis juega a apoyar a Trump o, al menos, no creer que es el demonio mismo, pero sí, es ciento por ciento honesto, al describir su terror a las turbas de los políticamente correctas que, hace casi 30 años, quisieron atajar su libro por razones supuestamente éticas más que estéticas.

Leí Blanco el año pasado, pero se lee mejor ahora lo que él denomina “post Imperio”, el fin del Estados Unidos como potencia, ya que se ha vuelto una realidad. Leer o releer American Psycho (un sicópata yuppie que mata y admira al billonario inmobiliario de apellido Trump y se fascina con lo peor de la cultura pop y vive encerrado en su penthouse de cristal) o cualquiera de sus libros –ahora que el canon está en entredicho, y todo, al parecer, está en veremos, ajustándose, en pausa o derechamente rumbo al colapso– le sube sus bonos. El mundo, al final, era igual o peor que en sus libros y no una fantasía adolescente de un chico perdido. Y es que (quizás) Easton Ellis partió antes de tiempo, en todos los posibles sentidos. Estaba en primer año de universidad, no tenía ni 20 años, pero más que de eso escribía acerca de superficies y de gente a la deriva y entendió los 80 más que nadie, tal como luego los 90 y la actualidad. Con su nuevo libro o libros, entiende muy bien lo que viene, lo que se terminó y recuerda, con dosis de cariño y asco, lo que fuimos. Es probable que Easton Ellis llevó la pintura de David Hockney a la prosa, todas esas piscinas y autos en la noche, pero no le dio miedo mirar a los ojos a Francis Bacon. Remixeó a Joan Didion para aquellos que escuchaban bandas pop en casetes, llenó de cine y referencias sus páginas, optó por el descompromiso como guerrilla ideológica y entendió que un héroe no tiene que ser bueno, sino incapaz de abandonar. Es, por cierto, el único escritor experimental que además es un best seller y una figura pública y, en tiempos en que las novelas ya no importan tanto, no hay duda de que él sigue llamando la atención, tal como la luz fuerte obnubila a las polillas que nos invaden.

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