Columna de Matías Rivas: La insolencia de los pájaros

Antes se les atribuían a las personas características de pájaros: hablar como loro, tener cara de tiuque, o ser rápido y preciso como un halcón. La paloma era un símbolo de la paz y de la mujer. Nada de eso existe hoy.

Las religiones, la mitología y el pensamiento mágico consideran el significado oculto de los pájaros. Volar es un poder que admiramos, cuyo valor está relacionado con el misterio. Los dichos populares están llenos de alusiones ilustrativas.


Tengo la impresión de que los pájaros se desplazan sin temor. Disfrutan, se solazan, mientras quedamos perplejos ante su insolencia. Me despierto, capto la luz y el silencio, disfruto de una soledad amable. Preparo café y voy ajustándome a la realidad. Hasta que irrumpen los loros y convierten la quietud en un enjambre de sonidos. Cubren las copas de varios árboles. Se comunican entre ellos en un tono alto, agitado. La sensación que dejan es que discuten a punta de sarcasmos. No trinan, sino que dialogan neuróticamente. En las tardes vuelven a sus querellas. Parecen mafias en disputas, crueles y devastadoras.

Mi padre se dedicó por algunos años a la observación de pájaros. Lo acompañaba en sus caminatas por los cerros de los alrededores de Santiago. Llevaba anteojos binoculares. Eran largas horas de espera y desplazamientos. Conocía cientos de especies y las diferencias que distinguían a las hembras de los machos. Veía con sagacidad, detectaba por un sonido la ubicación y el tipo que era. En mi memoria quedaron esos paseos asociados a la habilidad de esconderse para mirar de cerca, a conversaciones que me revelaron la crudeza animal, los nombres de árboles, la belleza del chucao y las leyendas, como la tenebrosa “calchona”.

Eran años donde se veían -en las casas- queltehues con sus alas cortadas. Cumplían una tarea policial en los jardines: graznaban ante la presencia de desconocidos. Los canarios y diamantes eran regalos llenos de implicaciones sentimentales. Y las caturras formaban parte del paisaje visual y afectivo de muchas familias con niños. Los zorzales se paseaban orondos, entre decenas de gorriones que se esparcían por las ramas. Las gaviotas recién iniciaban su migración hacia el río Mapocho. Descubrir nidos era un arte superior, y espiar las crías una experiencia ligada a la ternura y al miedo.

Antes se les atribuían a las personas características de pájaros: hablar como loro, tener cara de tiuque, o ser rápido y preciso como un halcón. La paloma era un símbolo de la paz y de la mujer. Nada de eso existe hoy. Quedaron, eso sí, rastros y obras que exhiben una relación con los pájaros. La literatura está plagada de narraciones y poemas que hacen alusiones. El cuervo de Edgar Allan Poe y El albatros de Baudelaire son ejemplos indiscutibles. Los ensayos de Jonathan Franzen sobre ornitología -obsesivos y, por momentos, deslumbrantes- marcan la frecuencia actual para enfocar el tema: ecológica y deportiva.

En particular, recuerdo el aterrador cuento El pájaro verde de Juan Emar y su vínculo indirecto con el licor carcelario; los textos y collages de Juan Luis Martínez; unos versos de Soledad Fariña de El primer libro y el poema de Leonel Lienlaf: “Los pájaros wüdko / le contaron mis sueños a los bosques / le dijeron que yo era el silencio / que los había despertado / y que me había visto correr / detrás de mi sombra fugitiva”. Son poetas que densifican un tópico visitado desde el romanticismo lírico. De alguna manera ayudan a olvidar el festín de imágenes kitsch que entregó Neruda en su obra. Su descripción de las aves es solemne y cursi.

Cuando estudiaba literatura en la universidad me sentía ridículo. Sostenía que la interpretación era un embuste. Nos pidieron que analizáramos El papagayo de Gabriela Mistral. Junto a un amigo decidimos complotar: extrajimos frases abstrusas de la Revista de Crítica Cultural, que dirigía Nelly Richard, y las acomodamos una tras otra. Incrustamos versos y citas para dar una falsa solución de continuidad. Es decir, suficiente camuflaje lingüístico con el fin de entregar un trabajo en código teórico radical en su ilegibilidad. Cada uno hizo su versión. Sacamos las mejores notas. Mi trabajo venía con una advertencia: actualizar la bibliografía. Nunca supe si era en broma o en serio.

Robert Graves escribe que los hombres imitaron tanto el sonido de los pájaros que terminaron por articular lenguajes. Isabel Behncke me explicó que los loros han desarrollado el lenguaje hasta límites insondables. El caso de N’kisi, es extraordinario. Es un loro gris que piensa en inglés avanzado, habla y tiene habilidades telepáticas. Ocupa 950 palabras. Sobre él se han escrito decenas de papers investigando su inteligencia. Y también aludió a la especie Nestor notabilis. Los llaman Kea, son de gran tamaño, color verde oliva, vuelan acrobáticamente, juegan, se quejan, emplean silbidos, gritos y emulan el inglés casi a la perfección. En Nueva Zelandia son endémicos. Tienen mal carácter. Destrozan los autos a picotazos y asesinan ovejas.

Una serie de noches, tarde, grabé con el celular el canto de un pájaro. Parecía estar en un rito de apareamiento. Lanzaba unos monólogos de graznidos que duraban treinta segundos. En ellos modulan una serie de resonancias agudas y graves como si se tratara de un parlamento impetuoso. Los repetía desde distintas ubicaciones: una cornisa, parados en una reja o tras las hojas de un ramaje frondoso. Al escuchar el despliegue, los cambios de tono y de énfasis, los silencios calculados, son semejantes a una declaración amorosa. Es el instintivo código de seducción.

Las religiones, la mitología y el pensamiento mágico consideran el significado oculto de los pájaros. Volar es un poder que admiramos, cuyo valor está relacionado con el misterio. Los dichos populares están llenos de alusiones ilustrativas. Desde el clásico, “más vale pájaro en la mano que cien volando”, hasta la denominación, “jote”, usada para mencionar a los pretendientes.

En una realidad tan pagana como la que vivimos, son las mascotas asumidas y sacralizados. Sin embargo, estamos rodeados de seres vivos silvestres y pájaros que nos observan. John Berger en su ensayo Por qué miramos a los animales, escribe: “Cuando contemplan a un hombre, los ojos de un animal tienen una expresión atenta y cautelosa. El mismo animal puede mirar a otra especie del mismo modo. No reserva para el hombre una mirada especial. Pero, salvo el hombre, ninguna otra especie reconocerá la mirada del animal como algo familiar. El hombre toma conciencia de sí mismo al devolverla”.

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