Pablo Simonetti: “Los 90 fueron una época muy dura; yo le dedico mi novela a mis amigos muertos”

El escritor Pablo Simonetti. Foto de Andrés Herrera.

El autor y ex director de Iguales publica su séptima novela, Los hombres que no fui. En ella vuelve a los años de la transición política para hablar de su propia transición: los inicios de su vida como gay, así como sus comienzos literarios. Repasa los caminos que dejó y los lugares que decidió habitar. La novela hace referencia al estallido y ofrece una mirada áspera de cierta élite social: "Hay personas que viven entre muros muy gruesos, para protegerse de lo que está afuera", dice.


Cuando finaliza un nuevo libro, suele pedir la opinión de sus lectores de confianza. Entre ellos, tal vez el más exigente es José Pedro Godoy. “Es un gran lector”, dice Pablo Simonetti, en la terraza de su departamento. Es un día soleado y la luz que entra a través del ventanal ilumina un gran óleo con flores pintado por su pareja. “Él ve cosas que nadie ve y es muy estricto conmigo. Y creo que es porque él espera mucho de mí, me exige: aquí falta, aquí sobra, hay algo esencial no dicho. Y yo hago lo mismo por él”, dice sobre el artista, con quien vive en unión civil hace cinco años.

Autor de seis novelas, creador de una obra que reflexiona en torno a la identidad y uno de los autores más leídos del país, Simonetti (1961) incorpora un nuevo título a su producción: Los hombres que no fui. Publicada por Alfaguara, la novela lleva en su portada una imagen de cuerpos masculinos desnudos, obra precisamente de José Pedro Godoy.

En ella el escritor y exdirector de Fundación Iguales vuelve a los años 90, a los inicios de su vida como gay, así como a sus comienzos literarios. Cruzando autobiografía y ficción, ofrece una mirada a ratos nostálgica y de áspera franqueza ante un medio social atrapado en las apariencias. El libro completa la exploración en torno a la familia y la búsqueda individual que ha trazado desde Madre que estás en los cielos, jardín y Desastres naturales.

El protagonista, el escritor Guillermo Sivori, se confunde con el autor: proviene de un mundo familiar católico y conservador, y tras asumirse homosexual, sufrió el rechazo de ese entorno. A inicios de los 90 encontró un nuevo mundo: fue recibido por la comunidad gay de clase alta, donde podía vivir su sexualidad sin complejos, pero limitado por convenciones sociales y la tiranía del buen gusto. Un mundo de hedonismo, brillos y belleza, acechado por la violencia, los prejuicios y la dramática sombra del VIH.

Escritor exitoso y con una vida consolidada, Guillermo vuelve al departamento donde vivió, en el edificio Barco, frente al cerro Santa Lucía. El piso es escenario de un remate de antigüedades. Mientras camina entre biombos Coromandel y muebles estilo Luis XVI, toman cuerpo los recuerdos de personas que formaron parte de su vida: Carmen, la última de sus novias, antes de asumirse gay; excompañeros de universidad; Gonzalo, el hermano que nunca aceptó su nueva vida; Samuel, el exministro; Alberto, la pareja con quien vivió en esas paredes, y los amigos muertos. Y esos recuerdos lo conducen a revisar los caminos que abandonó y los lugares que finalmente decidió habitar.

Cuando Guillermo sube al departamento las calles vibran con los manifestantes que corren de la policía. Al salir, casi al anochecer, Santiago es iluminado y estremecido por el fuego, y el pasado parece arder entre esas llamas.

“El pasado es un país extraño: allí las cosas se hacen de otra manera”, dice L.P. Hartley. ¿Cómo fue para usted volver a esos años?

Sentí que en ese camino hubo pérdidas muy grandes, víctimas de la vida, de mi propio actuar, y junto con eso una sensación de liberación, como que me salvé. Por un lado qué pena haber dejado a esas personas, pero al mismo tiempo tuve la oportunidad de encontrar mi propio camino, de estar en paz conmigo, de ser la persona que soy; yo no quiero estar en otro lugar ni tener otro trabajo ni abrazar otro cuerpo de valores. Muchas veces las pertenencias implican graves pérdidas de libertad, y tal vez eso define al país que estábamos viviendo entonces, un espacio de libertad, pero de una libertad muy limitada.

Pablo Simonetti en el jardín de su casa en Zapallar.

El primer quiebre del protagonista es con el destino que le dictaba su origen: gana libertad y sufre rechazo...

Ese es un tema que ha estado presente en todas mis novelas, el eje de conflicto entre pertenencia e identidad, y como director de Iguales, para mí ha sido un tema importante. Uno no puede vivir ajeno a sí mismo, y el mundo conservador exige esos sacrificios, y eso ha generado muchos de los movimientos de emancipación que hemos visto.

El personaje encuentra un nuevo mundo, pero aún está sujeto a las convenciones de clase, la vida social, el lujo...

Claro, es ese mundo transicional que no termina de ser libre, eso es algo muy de los 90: había muchas personas encontrando el valor para salir del encierro, pero el temor los llevaba a adornarse y armarse: esos objetos eran armas, soy el dueño del buen gusto y eso me protege. Hubo una generación marcada por esa forma de entender el mundo, eso te daba una sensación de valía, seguías perteneciendo al mundo al que habías renunciado, y creo que también era una forma de servidumbre a una estructura machista y homofóbica, era como un papel.

El consumo, la fiesta, la noche, la coca: ¿El mundo de los personajes era un reflejo de la época?

Los 90 fueron materialistas, de consumo, hedonistas, individualistas respecto de lo que estamos viviendo hoy, en que hay vientos colectivos, pero me cuesta pensar en estos personajes como resultado de una trampa histórica. Hay elementos que pesan, que son la homofobia y la misoginia, son elementos fundamentales del control social de esa década. Había fuerzas muy oscuras del pasado que hicieron que muchas de estas personas resultaran dañadas o hayan terminado muertas. Yo les dedico la novela a mis amigos muertos.

La fiesta era el espacio de libertad para quienes no podían vivir su sexualidad abiertamente. ¿Lo vivió así?

Hay personajes así, uno particularmente conmovedor es Javier, que va a la Bunker e intenta liberarse, quiere follar con todo el mundo y al final no es capaz consigo mismo, porque ha sido tan inculcado con la culpa de ser quien es y de ser un hombre fallido, porque a la homosexualidad se suma que tiene mala imagen de sí mismo y su problema es pura falta de libertad interior. Había gente que simulaba que era una persona hétero, profesional intachable para la conciencia conservadora, y los fines de semana se largaba en la Bunker y después volvía a su disfraz. Yo lo cuento porque lo viví y lo vivieron amigos míos, y salieron muertos; esa jaula que podría haber sido de oro, porque era materialista, fiestera, con droga, era peligrosa. Había personas frágiles que quedaron en el camino y otros salimos adelante porque hemos tenido más privilegios, más oportunidades y porque a veces la vida nos hizo un pase de buena suerte y nos fue mostrando caminos que nos permitieron liberarnos.

¿Perdió amigos por VIH?

Sí.

¿Cómo se vivía el VIH en los 90?

Lo lamentable era la negación del tema, como que las personas se escondían, por miedo a la estigmatización o se iban a una casa, y las familias encubrían la enfermedad, pero ellos eran víctimas también, porque había un discurso oficial de negación. Yo tengo gran respeto por don Patricio Aylwin, pero el año 93 fue a Dinamarca y le preguntaron qué estaba haciendo por la comunidad LGTBI, y él respondió nosotros en Chile no tenemos ese problema. Eso lo cuenta Óscar Contardo en su libro Raro. Era un ambiente de secretismo. Yo salí de ahí, me salvé y no tengo nada que reprocharle a mi vida, pero sí hubo personas que pagaron el precio y en la novela se trata el tema del VIH por el grado de inhumanidad que hubo en Chile en torno al sida.

Recuerda a la casa del cura Baldo Santi.

Baldo Santi era un personaje sitiado, los vecinos querían echarlo, y hubo gente que por pura generosidad apoyó al cura, que fue un hombre importante para muchas personas que no tenían dónde morirse, porque sus familias no los recibían. Había médicos que no atendían personas con VIH, fue una época muy dura, de mucho rechazo y mucha ignorancia. De ahí me gustaría destacar a las víctimas y a estas personas que quisieron ayudar y acompañar.

¿En su proceso, cuán importante fue asumir su vocación literaria?

Fue fundamental, como haber apoyado la segunda pierna en el suelo, como decir este soy y esto es lo que hago.

¿La literatura le otorgó la tranquilidad que buscaba?

Encontré mi lugar en el mundo. Cuando el lugar en el mundo viene dado por el lugar donde naciste, los padres, las creencias, pero tú no cabes, uno se siente perdido. Volver a encontrar un lugar que te da tranquilidad, seguridad, donde puedes encontrar el amor de otra persona y una vocación, te hace caminar erguido, con seguridad, tranquilidad, amor, independencia. Muchos de esos personajes perdieron la batalla de la independencia.

La novela termina entre llamas, ¿es una forma de quemar el pasado?

Lo que quería plantear es cómo hay una parte de la sociedad que sigue atada a sus costumbres y sencillamente puede vivir con una indolencia total respecto del país. Me imaginaba este buque flotando en un mar de insatisfacción social; en la calle hay protestas, bombas lacrimógenas, y adentro de este lugar da lo mismo. No es toda la élite ni toda la clase alta, pero hay personas en ella que viven con unos muros muy gruesos tratando de protegerse de todo lo que está afuera y seguir como en este baile cortesano, con una indolencia que puede ser muy peligrosa. A pesar de que el protagonista está tomado por sorpresa por lo que ocurre, siente que ahí hay algo que se puede leer de lo que está pasando.

¿Cómo valora esos 30 años tan cuestionados hoy?

Hubo situaciones de postergación que se prolongaron demasiado tiempo, por el sistema político, una derecha refractaria a las reformas... No sé qué habría pasado si se lograba sacar el programa de reformas de Bachelet, con una Constitución a partir del esfuerzo que ella planteaba. Hubo cosas que se sostuvieron mucho tiempo y generaron mucha rabia, las pensiones, la educación, la salud. Lo mismo el matrimonio igualitario, que debimos aprobar el 2010. Igualmente creo que tuvimos unos gobiernos que permitieron salir de un hoyo muy grande, y claro, hubo acciones injustas, pero las circunstancias políticas eran completamente otras. No se puede evaluar el pasado con los principios valóricos de hoy, tienes que hacer un ejercicio de contexto, y destacar que hubo una salida de la pobreza muy importante. Creo que es necesario generar contexto histórico, y eso es lo que intenté en esta novela.

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