Sylvia Plath nunca deja de morir

Esta semana se cumplieron 90 años del nacimiento de la extraordinaria poeta norteamericana, tan famosa por sus versos confesionales como por su trágica muerte. Una vida y final que se han transformado en mito, más allá de lo literario.


“La mujer se perfecciona.

Su cadáver

muestra la sonrisa del triunfo,

la ilusión de una Griega necesidad

flota en los pliegues de su toga,

sus desnudos

pies parecen decir:

hemos llegado muy lejos, se acabó”.

Al Borde fue el último poema escrito por Sylvia Plath, la poeta y escritora norteamericana considerada una monarca de la escritura confesional. En parte el mito creado sobre su figura se debe a Ariel, el libro de poemas póstumos donde se publicó Al Borde. Escritos en un febril espiral de enfermedad, divorcio y crisis sicológica durante sus últimos dos meses con vida, contiene versos que parecen haber sido dictados desde la tumba. Una poesía personal, desgarradora, valiente y completamente desconcertante al momento de publicarse a principio de los años 60.

El mito de Plath también es eternamente alimentado por la tragedia del final: parece congelada la imagen de la rubia bonita, vestida y peinada en la perfección de los años 50, que un 11 de febrero de 1963 dejó pan con mantequilla y dos mamaderas en la pieza de sus niños, les abrió la ventana y cerró la puerta, para luego ir y apoyar su cabeza en un paño de cocina doblado en la puerta del horno.

Tenía 30 años y algunas semanas antes se había publicado su libro La campana de cristal, bajo un seudónimo, en Inglaterra. Este hoy ha vendido más de cuatro millones de copias. Ariel se ha transformado en un hito de la poesía del siglo XX y Plath en una musa maldita, en una heroína feminista, en una poeta trágica y en otra rubia suicida cuya vida es eclipsada por su muerte. Hay decenas de libros sobre su vida y obra y han sido publicados sus diarios y cartas. Hoy sigue el debate si fueron los remedios que tomaba, el invierno más frío registrado en Londres ese año, o el engaño de su marido, el poeta Ted Hughes, lo que llevo a Plath a matarse.

Pero, ¿qué es lo que hace grande a la pluma de Plath? El editor y crítico literario Matías Rivas explica: “Ella amplifica la literatura del yo, autobiográfica, y la convierte en una literatura con rasgos alucinantes. Es inimitable; todo ese imaginario está impregnado un poco de locura. No puede iniciar un canon porque es muy particular: la poesía le sale muy de adentro”.

De haber vivido hasta hoy, Plath habría cumplido 90 años el pasado 27 de octubre, lo que invita a tratar de despegar su figura de su leyenda y comprender como se hiló el culto a su muerte.

La norteamericana

“Hay una profundidad psicológica y un desgarramiento en el universo de Sylvia Plath que es tremendo y que fue capaz de transformar y traducir de manera consciente y controlada en poemas brillantes y duros como Lady Lázaro, Papi, Tulipanes y tantos otros”, explica la poeta y editora Milagros Abalo. “Fue una mujer extraordinariamente inteligente y eso se refleja no solo en sus poemas, también en su prosa y en sus diarios, de una fuerza volcánica”.

El año pasado fue publicada en inglés una nueva biografía de Plath, que ambiciona ser la palabra final sobre su vida: Red Comet: la vida corta y el arte fulgurante de Sylvia Plath, finalista del premio Pulitzer en biografías, escrito por la académica de Oxford Heather Clark. Ahí, en más de mil abrumadoras pero fascinantes páginas, Clark revisa la vida de Plath desde antes de su nacimiento -incluida la historia de su abuela quien murió en siquiátrico-, a sus romances juveniles, al matrimonio con Hughes e incluye también análisis de sus poemas. Clark argumenta que Sylvia no era una mujer “loca”, o que siempre fue depresiva y triste, sino que estaba llena de vida, ideas, palabras y por sobre todo talento.

Nacida en Boston, Plath era hija de un padre alemán que murió cuando ella tenía ocho años; su madre Aurelia trabajó para sustentarla a ella y su hermano Warren. El mito cuenta que Aurelia proyectó todas sus esperanzas y frustraciones en su hija, quien desde muy pequeña demostró un talento excepcional para la escritura. La relación vilificada de Plath con su madre fue una condena para Aurelia, aunque las cartas entre ambas cuenten una historia con más matices.

Sylvia comenzó desde muy joven a enviar cuentos a diferentes revistas, y tras decenas de rechazos, sale a imprenta por primera vez en 1952 con el cuento corto Domingo donde los Mintons. El Estados Unidos puritano de los años 50, pre olas feministas, oprime a la joven una vez que está estudiando en Smith College; sus ambiciones literarias y su despertar sexual se estrellan con el deber ser femenino. Aunque la lectura feminista sobre Sylvia Plath es parte de la injusticia de mirarla bajo el prisma de otra época, no deja de ser sorprendente la plena conciencia sobre su género y su tiempo: “Nacer mujer es mi horrible tragedia. Envidio a los hombres. Envidio al hombre, su libertad física de liderar una doble vida”, escribe a los 18 años, refiriéndose a tener que elegir entre familia y carrera.

Sylvia es una destacada estudiante, pero comienza a padecer de depresión, alimentada por una sobre exigencia excesiva. En 1953 se toma un frasco de pastillas y se esconde en el subsuelo de la casa materna; pasarán dos días de búsqueda -las noticias locales cubrirán la noticia- hasta que es encontrada y resucitada. Luego vienen los tratamientos siquiátricos, las instituciones y el electroshock; una pesadilla que plasmó como autoficción en La campaña de cristal.

Luego de reponerse, y con el apoyo de su madre y de una mecenas, Plath vuelve a la universidad. Se traslada después a estudiar a Inglaterra, en la prestigiosa Cambridge, donde su burbujeante personalidad norteamericana choca con la formalidad académica británica. En una fiesta conoce a Ted Hughes, alto, buenmozo y ya talentoso poeta, a quien Sylvia le saca un mordisco de la mejilla en ese primer encuentro electrizante. Comienza una historia de amor fulminante, un matrimonio a los pocos meses y una relación de mutuo empuje literario. No hay Plath sin Hughes, ni Hughes -quien eventualmente sería considerado el gran poeta de su generación- sin Plath. Ella tiene plena conciencia de sus talentos: le recuerda en sus cartas a su marido que estas serán leídas por quienes los estudien.

Viven en Estados Unidos, donde Sylvia acude a un taller de escritura dictado por Robert Lowell. Vuelven a Inglaterra donde tienen dos hijos, Frieda y Nicholas, y luego se trasladan a una casa de campo en Devon, Court Green, que quizás termina por alejarlos como matrimonio. Es ahí donde invitan a el poeta canadiense David Wevill y su esposa Asia a pasar un fin de semana; ferozmente bella, Ted y Asia se miran en la cocina, se flechan y comienzan una aventura extramarital.

Los Hughes comienzan un tortuoso camino de encuentros, desencuentros y recriminaciones, mientras Sylvia empieza a sufrir cada vez más de sus problemas sicológicos. Tras la separación vuelve a Londres con los niños, para toparse no solo con el estigma de la mujer abandonada y de la poeta subvalorada en comparación al marido – solo el editor Al Alvarez pareciera sopesar su talento-, sino también con el invierno más frío hasta entonces registrado. Sin calefacción, sin poder salir en el Londres detenido por el congelamiento, es llenada de pastillas por sus doctores: anfetaminas, antidepresivos, barbitúricos, remedios para la neumonía. Un coctel que la envía cada vez más cerca del infierno, mientras escribe y escribe y escribe los poemas que se leerán tras su muerte.

En 1982 Hughes anotó en el prólogo de Los diarios de Sylvia Plath: “Aunque pasé todos los días con ella por seis años y rara vez nos separamos por más de dos o tres horas, nunca vi que revelara su verdadero ser a nadie – excepto, quizás los últimos tres meses de su vida”. Dice que cuando su verdadero ser encontró su lenguaje y logró verbalizarlo, fue “un evento deslumbrante”.

Hughes se guardó un solo diario de Sylvia: el que registraba hasta tres días antes de su muerte. Nunca quiso que Frieda y Nicholas leyeran lo que escribió su madre ahí.

Desde la tumba

La norteamericana fue enterrada en un pequeño y alejado poblado en Yorkshire: “En memoria de Sylvia Plath Hughes. ‘Incluso en medio de las llamas feroces se puede plantar loto dorado’”, dice la lápida, que fue múltiples veces vandalizada: cada cierto tiempo amanecía tachado el apellido de Ted.

Al momento de su muerte Plath era conocida en el circuito literario, pero no masivamente. Sumado al estigma del suicido en la época, el primer obituario que aparece de ella viene una semana después, escrito por Alvarez para The Observer y habla de una muerte súbita, pero ya elevando a Plath como genia. Dos años después Hughes, apuntado socialmente junto a Wevill como asesinos indirectos, publica Ariel, que se transforma en un éxito editorial.

Plath siguió siendo descrita editorialmente como una talentosa “esposa de” por un tiempo. Hasta que en 1973 Alvarez lanza su libro El dios Salvaje, sobre el suicidio, donde dedica un capítulo completo a su antigua amiga, para la ira de Hughes. La muerte de Plath se convierte entonces en un gigante de vida propia y el triángulo amoroso de los Hughes en morbo y tragedia: en 1969 Asia Wevill, quien por años asumió que siempre viviría con el fantasma de Sylvia, también se quitó la vida con el gas del horno y junto a su pequeña hija Shuria, de cuatro años.

El fantasma de Plath, alimentado por su cada vez mayor fanaticada, no sólo penó a Wevill. Su madre Aurelia sufrió con la publicación de La campana de cristal en 1971 y pidió a Hughes publicar extractos de sus cartas; fue para siempre criticada por haber dejado muchas fuera, que eran las que evidenciaban las complejidades de la relación con su hija.

Hughes volvió a casarse en 1970 y veló ferozmente por la privacidad de sus hijos. Encargó a su hermana Olwyn el vérselas con todos los “buitres” que querían publicar libros sobre Sylvia. Las amigas de Plath, el vecino, académicos y periodistas, todos parecían poder contar su propia historia sobre la poeta y amoldarla a su antojo.

Su hijo Nicholas, quien trabajaba como biólogo en Canadá, se quitó la vida en 2009 a los 47 años. Hoy solo sobrevive Frieda, quien a los 62 años es poeta y pintora.

Es la única disponible para ver el legado de su madre una y otra vez revisado y la relación de sus padres -seis años que hoy son un bucle infinito del tiempo- disectada. El olvido de la vida por la espectacularidad de la muerte. Como escribe Janet Malcolm en su libro sobre Plath y Hughes llamado La mujer en silencio: “Pero, por supuesto, como toda persona que ha escuchado un rumor sabe, nosotros no somos ‘dueños’ de los hechos de nuestras vidas, para nada. Esa propiedad se arranca de nuestras manos en el nacimiento, al momento que nos observan por primera vez”.

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