Rebelde sin casa: una columna de Irene Vallejo

Irene Vallejo © James Rajotte.

Cada biografía posee sus itinerarios únicos y laberínticos, una lista propia de ciudades y pueblos, portales y hogares que adquieren sentido como episodios de esa vida.


Cada biografía posee sus itinerarios únicos y laberínticos, una lista propia de ciudades y pueblos, portales y hogares que adquieren sentido como episodios de esa vida. Las mudanzas, las habitaciones alquiladas, las búsquedas, los timbres a los que ya nunca más llamaremos evocan capítulos de nuestra historia, una íntima sucesión de finales y comienzos. Cuando una pareja se separa, una dirección postal se vuelve dolorosa, como canta Olivia Rodrigo en Drivers license, y antes César Vallejo en Trilce: “Doblé la calle por la que raras veces se pasa con bien, la calle ojerosa de puertas (…) Y fui pasado”. Ahora, cuando la avaricia vence a la añoranza, la vivienda no invoca idilios sino suplicios, con sus precios inalcanzables y la imposible emancipación de una juventud que ya no es rebelde sin causa, sino sin casa.

La palabra “desahucio”, con su hache intercalada como un sollozo, está entre las más crueles de nuestro idioma. La etimología nos revela su significado: “retirar la confianza, arrebatar las esperanzas”. En la antigua Grecia, cuando el propietario no cobraba el alquiler, recurría a métodos contundentes como llevarse la puerta, quitar las tejas o cerrar el pozo, y así los inquilinos insolventes abandonaban el hogar asediado y se sumaban a la multitud numerosa de los sin techo.

Antes del Monopoly, juegos como el ajedrez y el backgammon representaban una metafórica disputa por hacerse con el control de las casas o, para ser exactos, “casillas”. Siglos atrás, las partidas enfrentaban con frecuencia a reyes y aristócratas con personas de menor rango, que en general se dejaban ganar. Pero si un sagaz movimiento del oponente plebeyo expulsaba una pieza noble, en un desahucio simbólico, la indignación y la furia ardían, y parece que ahí nació la expresión “sacar de sus casillas”.

Todo lo que afecta a las viviendas nos sacude y nos transforma. Miguel A. Delgado traza en su ensayo La costumbre ensordece una historia de los cambios domésticos, en apariencia prosaicos, que han desencadenado grandes transformaciones sociales en nuestra manera de relacionarnos. Un logro del Renacimiento fue abaratar los costes de fabricación del vidrio. Los interiores, hasta entonces sombríos, se inundaron de luz, y muchas actividades que solo podían realizarse en el exterior se trasladaron dentro de los muros. La gente comenzó a pasar más tiempo en su hogar. La popularidad de las ventanas grandes llevó a la invención, casi paralela, de visillos, cortinajes y persianas, y, con ellos, de la intimidad. La desaparición del fuego central –hoguera, chimenea o brasero– y el hallazgo de sistemas que calentaban todos los cuartos disminuyó la vida en común, arremolinados en torno al calor, y permitió a cada habitante convertir su dormitorio en el cuartel general de su existencia. Durante mucho tiempo, las noches de verano fueron sinónimo de gente sentada delante de sus casas, charlando con los vecinos, hasta que el aire acondicionado silenció este murmullo de voces callejeras al atardecer. El dominio tecnológico de la temperatura acabó con nuestra lumbre y nuestras costumbres.

Lo que no ha variado en milenios son los desvelos e insomnios provocados por el precio de los alquileres, un negocio con ganancias estratosféricas que ya desataba airadas quejas en la literatura romana. Se cuenta que, en el siglo ii a. C., un rey exiliado tuvo que rebajarse a compartir alojamiento en la Urbe con un mísero artista, por no poder permitirse pagarlo a solas. Abrumados por las rentas desorbitadas, los inquilinos de las viviendas de la Roma clásica –gentes que nunca pudieron reinar– se veían obligados a subarrendar habitaciones. A medida que se ascendía en cada edificio, aumentaba peligrosamente el hacinamiento. En altura se amontonaban muchedumbres entre el polvo, la basura, grietas y chinches. Para evitar motines, existía un ejército de esclavos, intendentes y porteros vigilantes. Hoy como entonces, vivir bajo techo se ha convertido en una lucha cotidiana. Una sociedad sana debe ofrecer cobijo digno y asequible a todos. Si solo abrimos la puerta a la codicia, los abusos y cábalas para encontrar casa nos sacarán de nuestras casillas.

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