
El Papa peruano y mi madre: un relato de Jaime Bayly
Tengo sesenta años de vida, treinta de ellos viviendo fuera del país en que nací, y puedo dar fe de apenas dos notables excepciones en nuestra oprobiosa historia de fiascos y derrotas: el escritor peruano que fue premio Nobel y el sacerdote nacionalizado peruano que acaba de ser elegido Papa. Es entonces un acontecimiento perfectamente atípico que un peruano triunfe en grande.

Despierto sin saber quién soy ni dónde estoy. He dormido masivamente dopado. Soy un hombre afortunado porque descanso todo lo que me pide el cuerpo laxo, con prescindencia del reloj, de las odiosas servidumbres del tiempo.
Mi esposa me encuentra en la cocina, bebiendo un jugo de naranja con linaza, y me dice que han elegido un nuevo Papa y es peruano. Ella me reporta siempre las noticias del día: quién murió, quién se suicidó, quién se divorció, quién se quedó con la casa más grande tras el divorcio, cuánta plata quería la divorciada y cuánto rebajó sus pretensiones, esas cosas. Ahora la noticia es que el nuevo Papa es peruano. En realidad, nació en Chicago, pero ha vivido más de veinte años en el Perú y se ha nacionalizado peruano. No es exagerado decir entonces que el Papa eligió ser peruano.
Después de tomar mis pastillas, llamo por teléfono a mi madre. Naturalmente, está extasiada, jubilosa, elevada a las glorias celestiales, su territorio habitual. Es un milagro, una bendición que Dios nos ha dado a los peruanos, me dice mi madre. Le pregunto si conoce al nuevo Papa. Me dice que se han encontrado en ceremonias religiosas, pero no son amigos. Luego me anuncia que viajará pronto al Vaticano a felicitarlo y hacerse fotos con él. Mi madre entra y sale del Vaticano como yo entro y salgo de mi casa. Le prometo que viajaré con ella. Sería genial entrevistar al Papa, le digo. Escribe un libro sobre el Papa peruano, sugiere ella, tan ocurrente. Mi madre piensa que yo puedo escribir un libro en dos o tres semanas.
No recuerdo si conozco al nuevo Papa, le digo a mi madre. He viajado tanto y he conocido a tanta gente que tal vez nos hemos saludado en el aeropuerto de Chiclayo, o de Trujillo, o de Piura, ciudades donde él ha ejercido su trabajo como pastor agustino durante más de veinte años. He visitado esas ciudades al norte del Perú cuando quería ser candidato presidencial, hace muchos años. Presidí unos mítines desbordados de gente eufórica. Saludé a las autoridades locales, las políticas y las eclesiásticas y hasta las policiales, y comí con ellas, temeroso de ser envenenado. Quizás el nuevo Papa comió un ceviche conmigo, o un arroz con pato, o un seco de cabrito. Quizás saludé al vicario, al canciller, al monseñor, al obispo, sin saber que años después sería Papa.
Le digo a mi madre lo que de veras estoy pensando: es muy extraordinario que los peruanos ganemos algo. Nunca ganamos nada importante. Ser peruano es un accidente, una enfermedad incurable, una educación en la humildad, en el noble hábito de perder. Los peruanos estamos resignados a quedar últimos o penúltimos, a no clasificar a los mundiales, a no ganar medallas de oro, a perder por paliza, por goleada, dando pena. Estamos acostumbrados a elegir presidentes ladrones, autoridades risibles, representantes esperpénticos que provocan vergüenza e hilaridad. Tengo sesenta años de vida, treinta de ellos viviendo fuera del país en que nací, y puedo dar fe de apenas dos notables excepciones en nuestra oprobiosa historia de fiascos y derrotas: el escritor peruano que fue premio Nobel y el sacerdote nacionalizado peruano que acaba de ser elegido Papa. Es entonces un acontecimiento perfectamente atípico que un peruano triunfe en grande, por todo lo alto, y convoque el respeto y la admiración del mundo, como ocurrió con el escritor y, más recientemente, con el pastor agustino. Ahora bien, si los peruanos, votando en secreto, eligieran al premio Nobel y al Papa, me temo que ni el escritor peruano ni el Papa hecho peruano hubiesen ganado tan gloriosos reconocimientos.
Rezaré de vez en cuando por el nuevo Papa, a pesar de que soy agnóstico, o un creyente inconstante. Por otra parte, la elección del Papa, si bien me alegra y enorgullece, no consigue mitigar el dolor que siento por la injusta derrota del Barcelona en la Champions. Quería viajar a Múnich para ver la final entre el Barcelona y el PSG. No será posible. En el fútbol, como en la vida, no siempre ganan los mejores. Pero este nuevo Papa era probablemente el mejor entre todos los cardenales.
Mi esposa está preocupada porque el hotel de la isla en que vivimos, que se inauguró hace veinticinco años, acaba de cerrar por renovaciones y, con suerte, será reabierto a finales de año, si no después. Extrañaré el spa y el restaurante del hotel. Mi esposa echará de menos el club de playa del que somos socios. Ella solía ir todos los fines de semana al hotel, acomodarse en las tumbonas a la sombra en la playa, y leer, beber y darse baños de mar, bien atendida por los camareros y bien mirada por ellos también. Nada de eso será posible hasta finales de año. Comprensiblemente, mi esposa está inquieta. Necesita curarse en el mar los fines de semana. Somos socios de otro club de playa en la isla, pero no es tan exclusivo como ella quisiera, no ofrecen reposeras ni sombrillas y no brindan atención de camareros en la arena. Mi esposa ha dicho que tratará de acomodarse en ese club de playa, pero me temo que no se sentirá a gusto y volverá a casa, ofuscada.
Uno de mis hermanos ha pasado de visita por la isla y me ha invitado a cenar. Ha sido un fiasco, me da pena reconocerlo. No he sabido portarme como un caballero. Estábamos cenando cuando él y su esposa dijeron que admiraban al rubicundo presidente de los Estados Unidos. Me quedé helado. Me mordí la lengua. Preferí no discutir. Les dije que tenía que ir al baño un momento. Sin embargo, salí sigilosamente del restaurante, me dirigí a la camioneta como un fugitivo, subí a toda prisa y volví a casa, sin despedirme de ellos. Me llamaron al celular, pero no respondí. Ya estoy viejo para fatigarme en duplicidades y desdoblarme en hipocresías. Si admiran a mi enemigo, son entonces mis enemigos.
También he tenido un percance menor o un malentendido triste con uno de mis primos, quien se encontraba de paso por la isla. Es un buen muchacho, le tengo aprecio, no lo veo hace muchos años. Me escribió, me dijo que quería pasar por mi casa a saludarme. Le dije que no recibo visitas, pues estoy delicado de salud. Insistió. Cedí, me rendí, le dije ven a la casa el sábado al final de la tarde. Pero el sábado amanecí malhumorado y le escribí a mi primo, diciéndole no puedo recibirte, estoy lleno de trabajo, mil disculpas. Me escribió enseguida: ¿trabajas en tu casa? Le respondí: sí, soy un escritor, y además grabo todas las tardes un video para mi canal personal de YouTube. No sabía lo de tu canal, me escribió mi primo. Hice bien en no recibirlo, vive en las nubes, pensé.
El hijo de un amigo me ha pedido que lo ayude a grabar un disco. El hijo de otro amigo me ha pedido que le permita cuidarme mis dineros, y no solo cuidarlos, sino multiplicarlos. El hijo de un tercer amigo me ha pedido que le preste plata para abrir un gimnasio de pilates. Tristemente, no podré complacerlos. En rigor, ya no soy amigo de sus padres, quizá nunca fui tan amigo de ellos. En cuanto al dinero, he aprendido a no confiárselo a nadie. Quiero decir, nadie cuidará mi dinero mejor que yo mismo.
Cuando era un niño, mi madre, tan pía, me decía, después de rezar el rosario en latín, que yo sería el primer Papa peruano. No ha sido posible que yo sea ungido Sumo Pontífice por ciento treinta y tres cardenales. Pero he vuelto a llamar a mi madre y la he notado de espléndido humor y le he dicho mamá, por fin se cumplió tu sueño, tenemos Papa peruano, lástima que no pude ser yo, mil disculpas, y ella se ha reído de buena gana.
Mi madre está particularmente contenta. Me anuncia por teléfono que mi hija va a casarse pronto. No tenía idea, le digo, sorprendido. Me la encontré el otro día caminando por acá, dice mi madre. Estaba con su novio y con su perro, añade. Y qué hombre tan maravilloso, tan encantador, tan guapo me pareció su novio, mi amor. Sí, es un encanto, le digo. ¿Y sabes dónde se van a casar?, le pregunto a mi madre, abochornado porque ella sabe y yo no sé nada. No me dijo dónde van a casarse, me dice mi madre. Luego añade: pero les he ofrecido mi casa. Si te parece, invitamos al Papa peruano, dice mamá, y celebra su ocurrencia con una risa franca.
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