
La increíble historia del presidente argentino que luchó por Perú en la Guerra del Pacífico y vio caer el Morro de Arica
Al estallar la guerra, un joven argentino llamado Roque Sáenz Peña se enroló en el ejército peruano para unirse "a la causa de América". Fue nombrado teniente coronel, y en esa condición luchó en el asalto y toma del Morro de Arica. Fue hecho prisionero, trasladado a Chile y de vuelta en su país, años más tarde, se convirtió en Presidente. Acá una historia de Culto.

Fue por sumarse a lo que llamó la “causa de América”. En 1879, apenas iniciadas las hostilidades de la Guerra del Pacífico, un joven argentino se presentó en Lima. Se llamaba Roque Sáenz Peña, contaba 28 años, y pidió enrolarse como voluntario en el ejército peruano. Quería pelear contra Chile.
“No he venido envuelto en la capa del aventurero preguntando dónde hay un ejército para brindar espada…La causa del Perú y Bolivia es en estos momentos la causa de América y la causa de América es la causa de mi patria y sus hijos”, habría dicho en una cena explicando su postura. Así lo cita la historiadora María Sáenz Quesada en su columna Todo es Historia, del diario trasandino La Gaceta.
Sáenz Peña venía de haber sido diputado en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, pero había renunciado al puesto en 1878. Así que estaba desocupado cuando se enteró de la guerra al otro lado de la Cordillera y sin más, se arrancó sin avisar y fue a enrolarse por el Perú.

Ya habiendo cumplido su cometido, tuvo que enviarle una carta a su padre, el abogado Luis Sáenz Peña, para tranquilizarlo. “Mi querido Tata, tranquilícese de mi separación momentánea; volveré a sus brazos más hombre aún y sin otra idea que compensarle los malos ratos que le doy y devolver a los míos la tranquilidad que les quito”.
La actitud de Sáenz se entiende porque por entonces, Argentina atravesaba un período de tensión limítrofe con Chile por la disputa de la Patagonia. Cuando se inició la Guerra del Pacífico, existieron fuertes corrientes de opinión que exigían al gobierno entrar al conflicto de parte de los aliados Perú y Bolivia. La simpatía de los argentinos no estaba con Chile.
El conflicto finalmente se destrabó gracias al ministro plenipotenciario ante el gobierno argentino, el futuro presidente José Manuel Balmaceda, quien logró que las autoridades trasandinas se mantuvieran neutrales en el conflicto. Además, se iniciaron las negociaciones que culminaron en el Tratado de 1881, donde Chile cedió la Patagonia a la Argentina.

Pero volvamos a nuestro joven protagonista, que en rigor, no contó toda la verdad en aquella cena en Lima. La gran causa por la que se enroló quedó a la vista años después, y explica el historiador Julio Horacio Rubé en su libro Tiempos de Guerra en América del Sur. Argentina y Chile 1826-1904 (2016), y era bastante más pedestre que el panamericanismo: quería olvidar una pena de amor.
“La verdad es que Roque Sáenz Peña se había enamorado de una joven que pertenecía a su mismo grupo social, vecina de la estancia de Brandsen, le parecía que había hecho una buena elección. Selo comunicó entonces a su padre y le manifestó la idea de casarse. Don Luis se opuso, luego decidió confesarle la razón de su terminante negativa, le dijo que no podía casarse con esa joven porque era su media hermana. La muchacha era fruto de una aventura pre o extramatrimonal de don Luis.”
Un argentino en el Morro de Arica
De esta forma, Roque Sáenz Peña quedó enrolado en el Ejército peruano, con el grado de teniente coronel, amén de la experiencia militar que ya había acumulado en su país, donde había sido Segundo Comandante de Guardias Nacionales.
Fue en esa condición en que participó en las batallas de Dolores, con triunfo chileno, y de la inesperada victoria peruana en Tarapacá. De ahí, fue destinado a reforzar la guarnición de Arica, al mando del coronel Francisco Bolognesi, la que esperaba un inminente ataque chileno a la ciudad.

El Ejército comando por el general Manuel Baquedano inició un asedio a Arica donde se bombardeó la ciudad esperando rendirla, pero esto no se produjo. Ante ello, Baquedano le ordenó al coronel Pedro Lagos que tomara la ciudad por asalto. Para ello, era menester apoderarse del morro.
Como Lagos sabía que estaría escaso de municiones, pero no se atrevió a contradecir al comandante en jefe, debió idear una estratagema para poder engañar a los peruanos y tomar el morro. Y esta vino de sus recuerdos combatiendo a los mapuche, concretamente, de una táctica que estos solían aplicar: hacerle creer al enemigo que el ataque vendría de un lado para sorprenderlo por otro.
Y resultó. Al amanecer del 7 de junio de 1880, las fuerzas chilenas lograron trepar la cima del morro sorteando una lluvia de balas y minas eléctricas. En loca carrera, se tomó la posición peruana en solo 55 minutos, de acuerdo al historiador Gonzalo Bulnes.

En el combate participó Sáenz, dirigiendo al batallón Iquique. Herido en un brazo, solo le cupo observar con espanto el espectáculo de ver morir a sus soldados. Así lo recordó él mismo en su parte oficial de la batalla, citado en el Boletín de la Guerra del Pacífico dentro de los partes de batalla de ambos bandos.
“El enemigo no me dio tiempo de ocupar los parapetos, pues se hallaba tan próximo y sus fuegos eran tan vivos, que tuve que contestarlos desde el primer momento en que mi medio batallón escaló el cerro. Allí se combatió con toda decisión; los fuegos fueron sostenidos por el medio batallón Tarapacá, por la derecha del Iquique y por restos de Granaderos y Artesanos de Tacna. Ya nuestras bajas hacían difícil la resistencia; la izquierda del Iquique que mandé buscar se había ocupado de contestar loa fuegos enemigos y había sido cortada por éste en la falda misma del cerro; la mitad del Tarapacá habia corrido igual suerte; el enemigo estaba a veinte pasos”.
Sáenz además debió observar cómo los chilenos acabaron con la vida de sus oficiales superiores, incluyendo al coronel Bolognesi. “Yo me hallaba herido desde el principio del combate de un balazo en el brazo derecho, que me permitió, sin embargo, mantenerme a caballo desde los últimos momentos en que tuve que abandonarlo, por serme ya imposible, darle dirección; fue entonces que nos reunimos con US. los señores coroneles don Francisco Bolognesi y don Guillermo Moore, cayendo a nuestro lado estos dignos jefes atravesados por el plomo de una fuerte descarga. Habian ya caído los señores coroneles Ugarte y Bustamante como también el teniente coronel don Ramón Zavala”.

Al notar su condición de oficial, los enardecidos chilenos también quisieron acabar con Sáenz, a quien encontraron junto al comandante peruano Manuel C. de La Torre y el mayor don Francisco Chocano, quienes comenzaron a rogar por sus vidas. Sin embargo, estos fueron salvados por la gestión del capitán chileno Ricardo Silva Arriagada, quien recordó el momento más tarde.
“La tropa que venía atacándolos, continuó disparando; mandé hacer ‘¡Alto el fuego!’, y sólo haciendo esfuerzos soberanos, pude contener a nuestros hombres. ‘ENTRÉGUENOS LOS JEFES CHOLOS, PARA MATARLOS, MI CAPITÁN’, gritaban y vociferaban todos a la vez. La Torre y Chocano pedían a gritos perdón; Sáenz Peña se mostró tranquilo, sereno, imperturbable; si hubo miedo, en don Roque, no lo demostró; aquello resaltó más y se grabó mejor en mi memoria, por cuanto los dos prisioneros peruanos clamaban ridículamente por sus vidas. Cierto que el trance fue duro, apurado, y él subió de punto cuando al pasar cerca de una de las piezas del Morro, reventó ésta, en circunstancias que, revólver y espada en mano, defendía a mis prisioneros".
“Don Roque Sáenz Peña sigue tranquilo, impasible; alguien me dice que es argentino; me fijo entonces más en él: es alto, lleva bigote y barba puntudita; su porte no es muy marcial, porque es algo jibado; representa unos 32 años; viste levita azul negra, como de marino; el cinturón, los tiros del sable, que no tiene, encima del levita; pantalón borlón, de color un poco gris; botas granaderas y gorra, que mantiene militarmente. A primera vista se nota al hombre culto, de mundo”.

Fue la acción de Silva Arriagada la que salvó la vida de Sáenz Peña y los otros dos oficiales peruanos, a quienes condujo como prisioneros de guerra a sus superiores. Según su testimonio los entregó “primero en la Aduana, y después los embarcan en el Itata”. En ese barco, fueron trasladados a Chile, donde fueron recluidos cerca de Santiago.
Tras atravesar un Consejo de Guerra, Saénz Peña fue puesto en libertad luego de seis meses. Esto gracias a las gestiones que su familia y el gobierno argentino realizaron con una valiosa intermediaria: la refinada aristócrata Emilia de Toro, futura primera dama de la nación, al ser esposa de José Manuel Balmaceda. “Ella se ocupó de Roque con tino e inteligencia y logró que fuera confinado en un buen lugar”, señala la citada historiadora María Sáenz Quesada, y agrega que De Toro habló directamente del asunto con el Presidente Aníbal Pinto.

“¡Cómo piensa que no lo voy a recordar!”
El horror de la guerra acabó para Sáenz Peña en septiembre de 1880, cuando por fin regresó a Buenos Aires. A su llegada, el Congreso de la Nación Argentina le devolvió la ciudadanía de su país, puesto que la había perdido ipso iure por haberse incorporado al ejército peruano.
El detalle resultaría relevante porque años después, tras retomar su carrera política, en 1910 asumió como Presidente de la Nación Argentina, cargo que ocupó hasta su muerte, en 1914.
Sin embargo, Sáenz Peña nunca olvidó el episodio del Morro de Arica. Eso lo refleja una anécdota relatada por el expresidente Arturo Alessandri Palma en su libro Chile y su historia.

“Cuando tuvo lugar el canje de los Pactos de Mayo, vino a nuestro país trayéndolos, un General argentino, quien de viaje al Sur, encontró en la estación de Curicó al Alcalde la comuna de Tutuquén. Mi gran amigo y correligionario Ricardo Silva Arriagada. Este le preguntó al general si sería tan amable de saludar a nombre de Ricardo Silva Arriagada al Presidente de la República Argentina, diciéndole que lo acompañaba mucho con su pensamiento y deseaba saber si el Presidente también lo recordaba a él.
“A los 15 o 20 días le llegó a Ricardo Silva una carta preciosa, en la que el Presidente de Argentina le decía: “Me ha mandado preguntar Ud. si lo recuerdo. ¡Cómo piensa que no lo voy a recordar al teniente Arriagada! Cómo se imagina que he podido olvidarme que, cuando estaba en las puertas de la muerte, frente a mí un pelotón de soldados embravecidos, un joven de figura esbelta, decidido, imperioso y con los brazos abiertos presentó su pecho gritándoles: Matadme a mí, primero, pasen por sobre mi cadáver. Respeten al Comandante que es argentino!”.
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