
Cinco creencias populares del mundo de la ciencia y la salud: ¿cuánto tienen de cierto y cuánto de mito?
En un mundo abarrotado de información, una de las tareas de los divulgadores científicos es enfrentar la avalancha de noticias falsas en torno a la ciencia. Aquí revisamos algunos clásicos conceptos erróneos y, junto a distintas voces expertas, desarmamos mitos para acabar con ideas preconcebidas.

Esto le pudo haber pasado a usted. Está desayunando, se le cae un trozo de su sándwich al suelo y hay alguien que le recuerda “la regla de los cinco segundos”: si ese pedazo de pan se levanta antes de cinco segundos no alcanza a contaminarse. Pero esta creencia ¿tiene algo de verdad?
Aunque vivimos en la era de la información, cada vez parece más claro que también habitamos en torno a muchas ideas preconcebidas sin sustento científico. En redes sociales circulan videos virales con imaginarios aún peores. Y aunque muchas ideas suenan descabelladas, tienen millones de seguidores.
Ante tantas ideas preconcebidas, LT Board convocó a diferentes académicos para abordar una creencia en base a su especialidad. Todos comparten algo en común: más de alguna vez lo hemos escuchado en la boca de alguien, y aquí revisamos cuánto de verdad y cuánto de mito tiene cada una de estas ideas.
1. ¿Se puede comer lo que cae al suelo si lo recoges antes de cinco segundos?
Esta famosa regla es solo eso: un mito. Aiko Adell, investigadora de la Escuela de Medicina Veterinaria de la Universidad Andrés Bello, lo deja claro. “No hay respaldo científico” que indique que el alimento sigue “seguro” tras ese corto lapso. De hecho, lo más probable es que si se trata de algo húmedo y listo para comer como fruta, pan o embutidos, ya esté contaminado al tocar el suelo, aunque haya sido solo un parpadeo.

Adell cita estudios, como el de Miranda y Schaffner de 2016, que han demostrado que la transferencia de bacterias puede ocurrir en menos de un segundo. El tipo de superficie y, sobre todo, la humedad del alimento, son factores clave.
La sandía, por ejemplo, puede contaminarse mucho más que una gomita, y una baldosa lisa transmite más bacterias que una alfombra. El tiempo importa, sí, pero mucho menos de lo que se creía. No hay segundos “seguros” cuando se trata de bacterias.
2. ¿Las plantas crecen más si les hablas con cariño?
Francisca Blanco, investigadora del Centro de Biotecnología Vegetal de la Universidad Andrés Bello, explica que las plantas no entienden lo que decimos, pero sí pueden percibir ciertos sonidos como estímulos físicos. Lo que las afecta no es el mensaje ni la emoción, sino las vibraciones mecánicas del sonido. La voz humana es una entre muchas fuentes de vibración en su entorno.
En los últimos años, diversos estudios han mostrado que ciertas frecuencias sonoras pueden influir en el crecimiento y en la resistencia de las plantas al estrés. Por ejemplo, Blanco recuerda un experimento con sonidos de 4 kHz logró mejorar su tolerancia a la falta de agua.

Otro estudio comprobó que las vibraciones del sonido pueden incluso activar genes vinculados a mecanismos de defensa y desarrollo. Es lo que se conoce como “mecanopercepción”: las plantas, aunque no tengan oídos, sí “escuchan” a través del movimiento.
Finalmente, sirve hablarles a las plantas, pero no por las razones que solemos imaginar. Si su tono de voz tiene la frecuencia y el volumen adecuados, podría estar generando una vibración positiva para ellas.
3. ¿Un año humano equivale a siete años de perro?
Es una de las comparaciones más populares al hablar de mascotas. La escuchamos desde siempre, y aunque sirve para entender el paso del tiempo, la ciencia ha demostrado que está lejos de ser realidad.
“La relación entre la edad de un perro y un humano no es lineal”, explica la médico veterinaria Ana Francisca Soto, académica de la U. Andrés Bello. La experta explica que, durante los primeros años, el desarrollo de los canes es mucho más acelerado. “A los dos años ya es un adulto joven”, asegura.

Aquí, la edad varía según el tamaño, la raza y la genética. La también etóloga señala que los perros grandes como los Gran Danés envejecen antes y viven menos. Los más pequeños, como los Chihuahua, maduran más lento y suelen superar los 15 años. Incluso entre perros de la misma raza puede haber diferencias significativas en su envejecimiento, según sus antecedentes genéticos y su estilo de vida.
La invitación es que, en vez de hacer equivalencias matemáticas, pensemos en etapas: juventud (hasta los 2 años), adultez (2 a 6), madurez (7 a 10) y vejez o etapa geriátrica (desde los 10 años, dependiendo del tamaño del perro). Más allá de los números, lo esencial es su bienestar: alimentación adecuada, ejercicio, chequeos médicos y mucho cariño.
4. ¿El agua conduce la electricidad?
Lo hemos visto en películas de terror, y dicha creencia sirve para evitar algún accidente. Si bien tiene una base real, pocos saben que el agua pura, en realidad, no conduce la electricidad.
“El agua destilada, sin impurezas ni minerales, es un mal conductor eléctrico”, explica Henry Zapata, investigador del Centro de Transformación Energética de la UNAB. “Lo que permite que la electricidad fluya por el agua son las sales, minerales e impurezas que contiene”, dice.

En otras palabras, el problema no es el agua en sí, sino lo que lleva disuelto. En el agua común, como la que bebemos del grifo, de ríos o el mar, hay una gran cantidad de iones (partículas cargadas) que facilitan el paso de corriente eléctrica. “Mientras más iones, mejor conductor”, enfatiza. Por eso el agua salada del océano es altamente conductora.
Así que, si usted está mojado o en un ambiente húmedo con agua no destilada, la electricidad puede ser mucho más peligrosa. Pero el mito de que “el agua conduce electricidad” sólo es verdad cuando hay impurezas de por medio.
5. ¿El chicle se queda en el cuerpo por siete años?
Una advertencia que a la vez era una amenaza de toda madre o padre a la hora de comer cosas extrañas. Tragar un chicle era una condena: cargar siete años en el estómago con una goma de mascar. Pero la ciencia lo desmiente rotundamente.
“No, no se queda en el cuerpo”, aclara el Dr. Freddy Squella, gastroenterólogo y académico de la Escuela de Medicina de la UNAB. “Aunque el cuerpo no puede digerir completamente la goma base del chicle, el sistema digestivo la mueve y la elimina como cualquier otro material no digerible”, añade.

El origen de este mito probablemente esté en una exageración con fines pedagógicos, para evitar que los niños se tragaran el chicle. Pero no hay evidencia científica que respalde que permanezca años en el organismo.
¿Puede ser peligroso tragar chicle? Sólo en casos extremos, dice el especialista: si se tragan grandes cantidades, y de forma repetida, podría haber riesgo de obstrucción intestinal, sobre todo en niños. Pero un chicle ocasional simplemente pasará por el sistema digestivo y saldrá por donde entran todas las leyendas urbanas: el baño.
¿Por qué creemos en tantas aseveraciones erróneas?
El bioquímico y comunicador científico Gabriel León, quien recientemente lanzó “Ciencia Pop 3”, relata que un mito que se repite mucho es la idea de que “toda la comunidad científica está metida en una especie de complot”. Es algo que se repite al hablar del discurso antivacunas, el negacionismo del cambio climático o los terraplanistas.
“En vez de ver a los científicos como quienes buscan la verdad, se les hace ver como que la esconden y esa sospecha constante hacia la ciencia me parece muy preocupante”, señala.
Mismo comentario realiza Aldo Bartra, divulgador científico peruano detrás de “El Robot de Platón”, que cuenta con casi 3 millones de seguidores en YouTube.

Desde su trinchera digital contra los mitos científicos y las pseudociencias, Bartra sabe que la desinformación no se combate con datos fríos, sino con claridad, empatía y una buena dosis de creatividad. “El problema no es sólo lo que la gente cree, sino por qué quiere creerlo, y ahí entra el pensamiento crítico: si no lo cultivamos desde pequeños, estamos fritos”, considera.
Cómo navegar por la incertidumbre
Para Gabriel León, el fenómeno de la desinformación no se explica únicamente por la abundancia de contenidos erróneos en internet, sino por algo más profundo: la falta de herramientas para navegar en un ecosistema digital contaminado. “Es como soltar a alguien en medio del Amazonas sin brújula ni mapa”, advierte.

La información confiable compite con especulaciones y corazonadas que validan creencias personales, reforzadas por algoritmos diseñados para mantener al usuario cómodo y conforme. “Estamos perdiendo la capacidad de distinguir entre lo que es cierto y aquello que nos hace sentir bien”, dice, recordando una advertencia de Carl Sagan.
Para enfrentarse a los mitos, primero, se requiere de saber qué es información y qué no. Luego, cómo reaccionamos cuando esta desafía nuestras creencias.
Aldo Bartra conoce el terreno hostil en el que se mueve la ciencia hoy. En un entorno saturado de contenidos virales, la única forma de competir es adaptarse sin traicionar la esencia: “A veces no queda otra que usar clickbait, pero con responsabilidad, porque el título puede ser llamativo, pero el contenido debe ser honesto”.

En su experiencia como creador, ha comprobado que los mitos sobreviven no sólo por desinformación, sino por una profunda falta de herramientas para filtrar lo que consumimos.
“El monstruo de la desinformación es gigante”, dice, y señala que ni siquiera los jóvenes están a salvo.
Frente a eso, insiste en la urgencia de enseñar pensamiento crítico desde la escuela, pero también en crear contenido riguroso que logre competir en la misma cancha: “No vamos a poder con todos, pero si logramos que algunos abran los ojos, ya vale la pena”.

Frente a la avalancha de desinformación científica, el chileno Gabriel León analiza que la sociedad vive un desfase: “La tecnología ha avanzado más rápido que nuestra capacidad para comprenderla”. Por ello, explica que las nuevas generaciones manejan las pantallas, pero no saben filtrar información o distinguir ciencia de pseudociencia. Incluso ver, ya no es prueba suficiente. La educación, entonces, debe dejar de centrarse solo en transmitir contenidos y enfocarse en enseñar a dudar, a pensar, a cuestionar lo que se ve y se cree.
Porque una vez que una creencia se instala, cambiarla es extremadamente difícil. León cita a Daniel Dennett para ilustrar este punto: “No hay una forma amable de decirle a alguien que está equivocado”. La clave, entonces, está en actuar antes de que esas creencias se formen.
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