El legado de dos grandes
Además de habernos dejado sólo con una semana de diferencia, el escultor Sergio Castillo (85 años) y el pintor Francisco de la Puente (56 años) tuvieron otras cosas en común: a ambos se les ha definido como tremendamente generosos, y también, desde siempre vieron en los desechos, las chatarras y en cualquier mínimo objeto que encontraban algo que les serviría para dar forma a sus creaciones. No por nada terminaron siendo destacados artistas visuales y su obra quedará para siempre plasmada en la historia del arte nacional.

El hombre de los cachureos.
Este es el truco: “En una botella con su corcho pones una aguja. Luego tomas otro corcho y le insertas una moneda en forma vertical para que quede como una medialuna; al mismo corcho le enganchas un tenedor en cada lado y la moneda la instalas en la punta de la aguja de manera que el conjunto se equilibre completamente solo”, contó el pintor, con unos ojos tan brillantes como los de un niño mostrando su juguete nuevo. Una de las tantas magias que Francisco de la Puente solía hacer cuando se juntaba con sus amigos. Nos lo relató a principios de este mes, cuando sin ningún problema aceptó participar en un reportaje sobre sus recuerdos de infancia. Nos invitó a su casa-taller, en calle José Manuel Infante, donde conversamos durante alrededor de cuarenta minutos. En la entrada nos detuvo para advertirnos que nos abrigáramos (porque el interior era muy helado) para luego iniciar un recorrido por esta enorme casona de fachada continua y color rojo colonial. En esos tres pisos, Pancho guardaba una cantidad impresionante de cachureos, y de cada uno de ellos recordaba a la perfección su origen e historia. “A los objetos basta mirarlos para que determinadas situaciones regresen a tu memoria”, señaló el artista esa vez, agregando que a pesar de esto su apego a lo material era nulo.
Decía que era “huérfano” ya que sus padres ya habían muerto. Su hijo y su hermana, eso sí, siempre estaban con él. “Pancho vivió para crear y relacionarse con sus seres queridos. Fue un tipo en extremo generoso”, dice un fotógrafo amigo, y fue de estos últimos de quienes siempre estuvo rodeado.
Tenía razón. Pasaron sólo diez minutos y casi no podía mover las manos del frío que tenía, pero al verlo a él, como si nada pasara en ese gélido ambiente, preferí concentrarme en las entretenidas historias que él tenía para contar. Por supuesto que hablamos de todo; le pregunté de todo y me respondió de todo. Es que un tipo como Pancho de la Puente era un entrevistado de lujo. Siempre dispuesto, siempre con buena cara, siempre riéndose de él mismo, siempre diciendo cosas muy divertidas. Conversamos mucho de su niñez. Nació en San Bernardo “cuando era un lindo pueblo” –dijo– y a los 15 años se vino a Santiago. Estudió diseño de paisajes (de ahí su cercana relación con la naturaleza) para luego definir su actividad artística con algunos estudios en el Instituto Cultural de Las Condes. El dibujo fue su primera incursión; con el tiempo cambió los lápices por los óleos, paseándose prontamente por el collage y las técnicas mixtas. Finalmente fue el turno de los objetos. Alambres, palos de madera, cordeles; todo lo que encontraba por ahí lo hacía parte del arte que dejó entre nosotros.
- "Dos en Québec" fue la exposición que el artista acaba de finalizar en el Campus Santiago de la Universidad de Talca. El día que nos encontramos, además, nos mostró un libro que estaba preparando donde mostraría una serie de recuerdos familiares y de infancia, entre ellos un zapato de cuando recién había nacido.
El hombre de los metales.
El mismo día que el escultor Sergio Castillo murió, temprano le dijo a su mujer, Silvia Westermann: “Está tan bonito el día, voy a ir al taller”. Es que lo hacía a diario, así que no tendría por qué haber hecho una excepción. Tanto así “que nunca salía ni física ni mentalmente de ese lugar”, agrega ella. Amante de los metales, pero sobre todo del fierro viejo, ese que encontraba en los recorridos cuando salía en busca de chatarra; ese mismo que –según decía siempre– era el tipo de metal que tenía más vida, más historia.
A Silvia se le escucha tranquila. Estuvieron casados durante 44 años “y 24 horas al día” (porque si no estaban juntos se llamaban varias veces). Vivieron en un sinfín de países y “dejó hijos en la mayoría de ellos”, comenta ella entre risas, refiriéndose a las muchas esculturas que su marido desparramó alrededor del mundo y que lo convirtieron en un artista de fama mundial. Un hombre simpático, generoso en todo sentido, pero en especial con sus conocimientos; a la vez de carácter fuerte. Decía que el material le hablaba y que un artista nace, no se hace. Nada de intelectualidades en torno a sus obras. Para él el arte era simple porque –sostenía a menudo– “cuando alrededor de una obra hay mucha literatura es que no se sustenta por sí sola”.
Sus esculturas, hechas en torno a sopletes y soldaduras, son protagonistas en múltiples espacios. El Mundo, por ejemplo, es una obra que data de 1970 que el artista hizo para el entonces edificio de la UNCTAD y que hace poco fue restaurada para lucir como nueva en el futuro Centro Gabriela Mistral. Otro de sus trabajos, llamado La Catedral, se podrá ver en octubre en el recorrido peatonal que se está haciendo en calle La Pastora, en Las Condes.
Esta fue su vocación una vez que se salió de la carrera de arquitectura. París fue su siguiente destino, y tras estudiar allí en la Escuela de Bellas Artes, regresó a Santiago para matricularse en la Escuela de Arte de la Universidad de Chile en la década del cincuenta, donde fue también docente. Labores que, entre muchas otras distinciones, lo llevaron a ganar el Premio Nacional de Artes Plásticas el año 1997.
- Sergio Castillo era un hombre que no guardaba secretos de artista. Compartía con todos quienes lo visitaban en su taller donde trabajaba con oro, plata, bronce, y otros metales, aunque él tenía su favorito: el fierro viejo y repleto de historia.
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