Opinión

“Academia y activismo: el caso de la ‘ultraderecha’”

José Antomio Kast. JAVIER TORRES/ATON CHILE

El rol al que aspiran las ciencias sociales es el de introducir reflexividad en las operaciones del sistema social. Al observar y describir la mirada de los agentes, esos agentes podrían, al mirarse en el espejo sociológico, revisar y evaluar sus propias observaciones y decisiones. En teoría, este conjunto de disciplinas nos haría, así, colectivamente más inteligentes (entenderíamos mejor lo que hacemos y por qué lo hacemos). Esa es su aspiración y la razón con la que se justifica destinarles cuantiosos recursos públicos.

El riesgo obvio, por cierto, es que la presión de intereses políticos o económicos distorsione interesadamente la observación del sistema social. ¿Cómo evitar que la imagen del espejo se vea secuestrada por intereses no académicos? La academia apuesta a la evaluación de pares. Se supone que al ser sometidos los estudios y reflexiones a la crítica desinteresada de otros académicos, se alcanzaría cierto grado de objetividad. Por eso las revistas cuentan con evaluación ciega. La globalización del sistema de la ciencia, además, hace que los textos sean muchas veces evaluados por académicos que no tienen un vínculo ni un interés inmediato en relación al asunto tratado.

¿Funciona todo esto? Más o menos. La fragmentación de la academia por especialización, que en las ciencias naturales es menos problemática, permite que surjan en las ciencias sociales áreas de estudio en sí partisanas o políticamente sesgadas y volcadas al activismo. El efecto, a su vez, es que la evaluación ciega se vuelva, en estos ambientes, tuerta. Fue lo que mostró Alan Sokal en su “affaire” contra los posmodernos (léase “Imposturas Intelectuales”). Bastaba escribir en karamanés y celebrar lo karamánico para ser parte del club. No había estándares, sino militancia.

Pero no sólo en Karamanistán se cuecen habas. Escribiendo sin jerga incomprensible se puede lograr lo mismo. Existen agendas políticas globales, determinadas en los núcleos de producción científica del mundo. Y si uno quiere ser parte de esos clubes y de esas redes de citación, debe agacharles el moño. Desde el tercer mundo, esto se logra presentando los sucesos del propio país como un caso más que viene a confirmar las hipótesis elaboradas para Europa o Estados Unidos. Una forma blanda de colonialismo intelectual. Y sí, muchos de los académicos que en Chile posan de autoctonismo crítico viven, en realidad, ejerciendo como franquicia local de estos clubes de citas. Fíjese, estimado lector, en el debate chileno sobre la “ultraderecha”. Es claramente poco riguroso presentar a José Antonio Kast como “un caso de Trump” o “un caso de Orbán”. Las diferencias ideológicas y programáticas, además de los contextos sociales y los escenarios de disputa política, son marcadamente distintos. Pero la ilusión de que todo es lo mismo, promovida por marcos teóricos fáciles de manipular a gusto que anuncian que los nuevos autoritarismos son muy difíciles de distinguir de liderazgos perfectamente democráticos, vende a escala global en los círculos académicos progresistas. La versión Temu de este argumento es tratar de presentar a Kast como un caso de “fascismo” (todas las vanguardias autoritarias del siglo XX buscaron desmediar la representación política, y Kast, a diferencia del Frente Amplio y el Partido Comunista, no muestra ni un atisbo de dicha idea).

También es muy dudoso definirse como “experto en ultraderecha” (¿cómo es eso de especializarse sólo en un polo de un fenómeno de polarización?, ¿será que los investigadores apoyan al otro polo?), pero funciona. Citas, congresos, publicaciones y bonos por publicación. Usted mismo lo financia, en buena medida, con sus impuestos.

La campaña mediática por presentar a Kast, desde distintos puntos de la academia chilena, como un caso de ultra extrema derecha dice poco sobre Kast, pero bastante sobre el estado de la producción de observaciones sociales en nuestras universidades. ¿Quién observa a los observadores? Nadie tiene una respuesta clara. Pero este fenómeno de monarquía en paños menores, que habla de comunidades de conocimiento degradadas por el activismo, debería preocupar, al menos, a las autoridades universitarias.

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