
Acusaciones constitucionales: el desgaste de una herramienta excepcional

La reciente declaración de improcedencia de la acusación constitucional contra el delegado presidencial de la Región Metropolitana, Gonzalo Durán, marca la octava vez consecutiva en que se rechaza una acusación de este tipo contra autoridades del actual gobierno. Ocho presentaciones, ocho rechazos. La cifra, más que anecdótica, obliga a una reflexión seria sobre el uso —y abuso— de esta herramienta excepcional de control constitucional.
El fenómeno no es nuevo. Durante el segundo gobierno del Presidente Piñera, se presentaron nueve acusaciones, de las cuales solo una prosperó: la dirigida contra el entonces ministro del Interior, Andrés Chadwick, por violaciones a los derechos humanos durante el estallido social. Desde el retorno a la democracia, han sido más de treinta las acusaciones presentadas, pero solo tres tuvieron éxito. Las cifras hablan por sí solas.
La acusación constitucional, regulada en los artículos 52 N°2 y 53 N°1 de la Constitución, está reservada para las más altas autoridades del país, y sus causales están expresamente delimitadas: comprometer gravemente el honor o la seguridad nacional, infringir la Constitución o las leyes, o cometer delitos de alta gravedad como traición o malversación.
No es casualidad que el diseño constitucional imponga un procedimiento jurídico y sanciones severas: destitución del cargo y prohibición de ejercer funciones públicas por cinco años. Esta última es equiparable a las penas más altas del sistema penal chileno, como lo dispone el artículo 21 del Código Penal, al referirse a la inhabilitación absoluta para cargos públicos. No se trata, entonces, de un recurso menor, sino de un juicio de alta trascendencia institucional.
Por lo mismo, debe aplicarse como una medida de última ratio, frente a infracciones graves que justifiquen su uso excepcional. Sin embargo, la práctica reciente revela una preocupante tendencia a utilizarla como mecanismo de discrepancia política, más que como verdadero juicio de responsabilidad. Esto no solo desvirtúa su sentido, sino que representa un uso ineficiente de recursos estatales y erosiona el respeto al Estado de Derecho.
Cada acusación requiere conformar una comisión revisora, emitir informes, suspender funciones y destinar tiempo y recursos a una defensa legal. La experiencia ha demostrado que el informe de dicha comisión tiende a reflejar la composición política de sus integrantes, más que un análisis jurídico y fáctico riguroso. Así, las mayorías parlamentarias determinan el tono del proceso más que los hechos y supuestas infracciones que se pretenden juzgar.
La reiteración de acusaciones infundadas debilita la institucionalidad, distrae al Congreso de sus funciones legislativas y fuerza al Ejecutivo a defenderse. En lugar de fortalecer el sistema democrático, esta práctica lo desgasta, siembra desconfianza ciudadana y devela un bajo sometimiento a la Constitución por parte de los acusadores.
En tiempos donde la desafección política crece, y el desprestigio institucional se vuelve una amenaza real, sería bueno que nuestras y nuestros legisladores recordaran que no toda discrepancia política justifica una sanción constitucional. Y que las herramientas de la democracia no están para el uso partidista, sino para el resguardo del bien común.
Por Mariella Pirozzi, Abogada Jefa Área Judicial BCP Abogados
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