Araucanía: #MásQueUnHashtag



Por Maximiliano Duarte, investigador Fundación P!ensa

La reacción de algunos líderes de opinión a lo acontecido hace algunos días en La Araucanía, que terminó con dos municipalidades en llamas y decenas de personas haciendo justicia de propia mano, es un ejemplo palmario del simplismo que descansa en el corazón del debate público en nuestro país. No transcurrieron ni 24 horas desde que una masa de civiles y carabineros desalojaron a un grupo que se había tomado seis municipalidades en señal de protesta por la privación de libertad de ocho comuneros mapuches -entre los cuales está Celestino Córdova, condenado por quemar vivo al matrimonio Luchsinger-Mackay-, cuando el veredicto se dio a conocer con fuerza a través de distintos medios. Lo de La Araucanía -vociferaban algunos analistas asentados en la capital junto a la jauría de redes sociales-, no es más que “racismo”.

¿Somos racistas los chilenos? Claro que sí. Sin embargo, ¿es el racismo la razón que explica la perpetuidad del conflicto, el factor que una vez despejado supondría su término definitivo? Creo que no. Y es que ese es el punto, la apertura a la posibilidad de que los problemas públicos presenten múltiples aristas que ameriten un grado de análisis más detallado parece ser incompatible con los tiempos de ajusticiamiento social y el apetito carroñero de algunos representantes, que ven en cada episodio una oportunidad de oro para sacar el mayor provecho político a través del simplismo.

No está de más recordar que el conflicto mapuche se arrastra hace más de un siglo y comprende múltiples factores, entre los cuales existe una demanda histórica por tierras ancestrales, reconocimiento institucional y autodeterminación, por nombrar solo algunos. A su vez, sería deshonesto desconocer que efectivamente existen miles de compatriotas que viven constantemente bajo el temor de verse expuestos a situaciones que ponen en riesgo su vida o su propiedad. Por lo mismo, la reducción del asunto a una mera etiqueta que confirmaría nuestra primera intuición moral -el “racismo”- no solo caricaturiza a las partes en conflicto, sino que peor aún, termina caricaturizando al problema mismo. Esa lógica resta cualquier posibilidad de elaborar una solución eficaz y pronta al conflicto; porque si el problema es cultural, entonces la reparación deberá ajustarse a los tiempos que conlleva lograr cambios en ese ámbito, dejando sin solución demandas que pueden ser acogidas actualmente por el Estado, pero que están fuera de ese marco conceptual.

Hay que reconocer que los extremos políticos han sabido jugar con maestría bajo el paraguas del simplismo y se han percatado de algo que algunos estudios cuantitativos ya dejaban entrever hace algún tiempo: en Chile los ciudadanos hoy presentan una mayor fascinación hacia los problemas públicos y una inclinación a participar políticamente a través de mecanismos informales. En otras palabras, las personas están cada vez más interesadas en la contingencia política, en comprender los sucesos que se desarrollan día a día y en ser gestores de la solución, y para ello recurren a vías no institucionalizadas, como las redes sociales.

Estas últimas se han convertido en una suerte de monstruo que demanda una comprensión fácil de acontecimientos complejos, de rápida digestión, ojalá reducido a un sólo concepto y acompañado de una imagen a la que podamos darle “me gusta” o compartir. A un solo clic los ciudadanos pretenden “informarse” y además ser los héroes de la historia. Tal dinámica, que opera como una máquina de moler carne, favorece la propagación de una política de poca monta, donde sus representantes desatienden la búsqueda consensuada de soluciones sofisticadas en favor de la elaboración de mensajes que son más propios de campañas de marketing publicitario, todo para sumar más adherentes.

Lamentablemente, el conflicto de La Araucanía es un asunto engorroso y de múltiples matices -más allá del racismo-, cuya solución no descansa en vías de hecho ni en la propagación de “hashtags” en redes sociales, sino que amerita un esfuerzo multinivel que lo encauce institucionalmente en un diálogo honesto entre todas las partes involucradas. Para ello, no obstante, hay que salir de las categorías reduccionistas que la industria politiquera nos proporciona en envases atractivos. Se requiere, en definitiva, dejar el simplismo a un lado y comenzar a sumergirnos en el abismo de la complejidad que supone vivir en sociedad, para que una vez inmersos, articular desde allí una salida pacífica y estable que ponga término a una disputa centenaria.

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