SEÑOR DIRECTOR:

La situación de la principal arteria de la capital parece mejorar. La Alameda de hoy no luce como la de hace dos años y menos como la de hace cuatro. Las fachadas han sido recuperadas, los monumentos lavados y las carpas -dispositivo propio de lo rural- casi no se ven, al menos entre Plaza Italia y República. Los accesos a la Remodelación San Borja se han despejado, el siempre agredido Colegio de Arquitectos deja ver su fachada sin rayados y los bandejones han vuelto a ser el patio del almuerzo para maestros, escolares y oficinistas.

Sería inocente pensar que esta paz es definitiva, pues los ciclos de una ciudad declaran que lo bueno (y también lo malo) pertenecen a un universo finito. La Alameda es prueba: de un cauce de agua derivado del Mapocho, que abasteció a los picunches instalados en sus bordes, pronto pasó a ser un problema para la traza fundacional española, que no admitía a la naturaleza en sus límites. Más adelante, pasó de ser un suntuoso paseo estilo parisino, a ser el centro de los desórdenes populares, desde la Huelga de la Carne (1905) hasta el Estallido Social (2019).

No es definitivo, pero el trabajo que se ha hecho desde la gobernación y la municipalidad, tiene un valor. No es irrelevante mostrar una mejor cara en momentos de profunda autoflagelación. Lo ideal es intentar, desde la institucionalidad, mantener la parte luminosa del ciclo la mayor cantidad de tiempo posible, independiente de quién gane las elecciones a fin de año. Por mientras, vale la pena volver a pasear por ahí.

Gonzalo Schmeisser

Arquitecto y académico UDP

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