Columna de Daniel Matamala: La zona muda

(AP Photo/Felipe Dana)


En “La Peste”, Albert Camus escribe que “cuando estalla la guerra la gente dice: “esto no puede durar, es demasiado estúpido”, y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre”.

La guerra en Ucrania ya entra en su décimo octavo día y la estupidez (y la ambición, y la crueldad, y la falta de escrúpulos) insisten. De la guerra quirúrgica que se presumía al comienzo Moscú, queda poco y nada.

A medida que la voluntad de resistencia de los ucranianos se fortalece, el ataque se vuelve más inmisericorde y se centra, cada vez con menos disimulo, en los civiles. La OMS ya contabiliza al menos 18 ataques contra establecimientos sanitarios en Ucrania, que han matado a 10 civiles.

En Zhitómir, a 150 kilómetros al oeste de Kyiv, pude caminar entre los escombros de la escuela pública número 25, destrozada por un misil ruso. En el pálido sol del mediodía, entre los restos de ladrillos y vidrios, brillaban las páginas blancas de incontables cuadernos y libros. En uno, con letra cuidada, algún estudiante aprendía a escribir los números, repitiendo del 1 al 9. En otros había lecciones de anatomía, de lenguaje, de geografía. Chamuscados, con hojas arrancadas y polvorientos, los trozos de cuadernos se mezclan con pedazos de libros, y con un cartel que, pegado en la pared de alguna sala, explicaba la teoría de la evolución.

Ahí estaba, con líneas del tiempo y un dibujo con la cara de Darwin, el proceso de miles de millones de años que permitió que surgiera el Homo Sapiens, una especie capaz de viajar al espacio, de componer la Novena Sifonía, y de lanzar un misil para destruir en segundos una escuela pública.

También en Zhitómir, una manzana completa fue reducida a escombros por una bomba rusa. Tal vez falló el blanco: cruzando la calle, las barracas de la 95ª compañía aerotransportada eran un objetivo más lógico que esta manzana en la esquina de una calle cualquiera, donde apenas se adivina el espacio que ocupaban algunas casas, arrasadas por completo. Por aquí y por allá, mezclados con los escombros, hay zapatos, restos de un sofá y una pelota de fútbol del Barcelona. Varios autos yacen volcados tras haber volado por los aires. En un punto, varios ataúdes están apilados junto a cruces con un Cristo tallado y coronas de flores plásticas. Parece un homenaje a los cuatro vecinos que murieron mientras dormían esa madrugada. Pero la explicación es otra. En ese lugar funcionaba una funeraria.

Estas escenas son apenas indicios de lo que sucede en ciudades mucho más golpeadas. En el sitiado puerto de Mariúpol, la ONU alerta de “condiciones apocalípticas” para los civiles. Escasea el agua potable y la calefacción no funciona. Sin acceso a Internet ni a telefonía, sus habitantes no saben si familiares y amigos siguen con vida o no. Sasha Volkov, funcionario de la Cruz Roja en Mariúpol, dice que “muchos no tienen comida para los niños, y están comenzando a atacarse unos a otros para conseguirla”. Pacientes de cáncer y diabetes no tienen acceso a sus medicamentos. Los mismos vecinos cavan zanjas para enterrar los cuerpos de quienes caen víctimas de los ataques y las enfermedades.

Los civiles son un blanco. Sólo en las últimas horas, en Mykolaiv, los ataques alcanzaron un hospital oncológico y un edificio de departamentos. En los barrios residenciales de Irpin y Bucha, las víctimas siguen subiendo. La ONU cuenta al menos 564 civiles muertos y 982 heridos, aunque reconoce que esas cifras son incompletas, por falta de información desde las ciudades más golpeadas. Las autoridades ucranianas dicen que sólo en el asedio a Mariúpol han muerto al menos 1.552 civiles.

La ONU cita “informes fidedignos” sobre el uso de bombas de racimo en zonas residenciales, una prueba más de la intención explícita de asesinar a civiles. Putin parece replicar su estrategia de Chechenia y Siria, donde esos ataques cumplían una función estratégica. Según el especialista Fabrice Balanche, “el asalto contra grandes ciudades ucranianas tiene el objetivo de deslegitimar el poder”. Los bombardeos contra hospitales y escuelas “buscan aterrorizar a los civiles”.

¿Puede Putin entrar a sangre y fuego en Kyiv, como lo hizo en Grozni, capital de Chechenia, destruyendo la ciudad, y a miles de hombres, mujeres y niños dentro de ella, con la fuerza bruta de su artillería? “Depende”, me dice en Vinnytsia, Ucrania, un analista británico con experiencia en las guerras de Kosovo, Irak y Afganistán. “Mientras el mundo esté mirando, no puede hacerlo. Es demasiado costoso”. Pero cuando el mundo se canse de mirar…

Por ahora, el mundo está mirando. Es uno de los pocos escudos que tienen los habitantes de Ucrania, cuando más de 2 millones y medio de refugiados ya dejaron el país, y otros millones deambulan por el país buscando un refugio que no existe dentro de Ucrania. Así se encargó de aclararlo Putin este viernes, atacando a dos ciudades hasta ahora intocadas del oeste de Ucrania: Lutsk e Ivano-Frankovsk.

El terror de los civiles es un arma de negociación. Lo son los ojos de los niños entumidos fuera de la estación de ferrocarriles de Lviv, esperando a la intemperie, bajo la nieve y temperaturas bajo cero, por hasta ocho horas para subir a un tren que los lleve al otro lado de la frontera.

No hay palabras para describir ese frío que, después de tantas horas, se cuela por debajo de la piel y no sale más de ahí. No hay palabras cuando uno, a diferencia de esos niños, sabe que tendrá un lugar bajo techo para pasar la noche que cae tan temprano en el invierno ucraniano.

No hay palabras para describir el olor pesado de esa mezcla de ladrillo hecho polvo, petróleo derramado de los autos volcados, medicamentos y alimentos convertidos en papilla por una bomba. No hay palabras cuando uno, a diferencia de quienes dormían esa noche en Zhitómir, llega al lugar después de que los gritos de horror han cesado y los cuerpos de lo que allí dormían han sido retirados. Sólo quedan los escombros, las huellas de una vida cotidiana, y ese olor penetrante que no te suelta más.

Como dice el primer verso del Libro de la Muerte de Enrique Lihn, “nada tiene que ver el dolor con el dolor, nada tiene que ver la desesperación con la desesperación. Las palabras que usamos están viciadas, no hay nombres en la zona muda”.

Los barrios, hospitales, colegios y albergues de Ucrania hoy son la zona muda. Aquella que tenemos el deber de seguir mirando, aunque no podamos describirla con palabras.

Aunque estemos enmudecidos por tanto horror.

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