
París bien vale una misa

A fines del siglo XVI, cuando las guerras de religión fracturaban a Francia, Enrique de Borbón, el aspirante protestante al trono, abjuró de su religión y se convirtió al catolicismo.
Esa decisión le permitió entrar triunfante a la capital francesa convertido en Enrique IV. Y pasó a la cultura popular bajo una frase atribuida al candidato al trono: “París bien vale una misa”.
Esos momentos son parte de la biografía de todo político ambicioso. Y siempre provocan una tensión entre quienes le recriminan la renuncia a sus principios y quienes celebran su flexibilidad táctica para alcanzar sus fines.
Ese momento, el momento Enrique IV, parece haber llegado para José Antonio Kast.
Kast nunca ha sido un político flexible. Todo lo contrario. Criado al estricto alero de la ortodoxia de Jaime Guzmán, pasó 16 años en el Congreso, y cuatro en la secretaría general de la UDI, como custodio del Santo Grial de la fe guzmanista ante las desviaciones ideológicas de un partido cada vez más pragmático.
Kast fue el Pepe Grillo que recordaba a la UDI sus principios, ante los cantos de sirena del cosismo lavinista y del liberalismo piñerista.
En 2007 lideró el grupo de diputados que logró que el Tribunal Constitucional prohibiera la entrega de la píldora del día después en el sistema público de salud. Triunfante, fue aún más allá y señaló que, a su juicio, “la píldora no se puede vender ni siquiera en las farmacias”.
Kast representaba la defensa de la tradición conservadora ante un Chile que se liberalizaba a pasos agigantados. Se opuso a la ley de divorcio, a la Ley Zamudio, y lideró la resistencia al Acuerdo de Unión Civil que impulsaba el gobierno de Piñera. En 2016 abandonó su partido de toda la vida para fundar un movimiento hecho a su imagen y semejanza. Era el momento propicio. La ola de la derecha radical comenzaba a azotar Occidente, y Kast encontró gemelos ideológicos en Hungría con Orban, en Brasil con Bolsonaro, y en España con VOX. Encadenó triunfos en la política nacional: ganó la primera vuelta presidencial en 2021, y los republicanos arrasaron en el segundo proceso constitucional, en 2023.
Mientras, su perfil internacional también crecía. Presidió la Political Network for Values (PNfV), una red destinada a combatir el aborto y lo que llaman “ideología de género”. Ese perfil permitió a Kast convertirse en un líder relevante. Pero también se convirtió en un techo para sus aspiraciones políticas. Tras ganar la primera vuelta en 2021, perdió contra Gabriel Boric el balotaje. Parte de la explicación estuvo en su dogmático programa de gobierno. Las mismas ideas ultraconservadoras que sacaban ovaciones en su partido y entre sus semejantes en Madrid o Budapest, causaron el horror de un electorado joven y femenino que se movilizó para votar en su contra.
Kast tropezó con la misma piedra en 2023. Debió ceder ante el entusiasmo de sus huestes, que querían cambiar la definición del derecho a la vida para obstaculizar el aborto. El proyecto identitario de los republicanos fue rechazado por los ciudadanos.
Fue su peor momento. Kast había llegado a liderar la carrera presidencial, con un 27%, tras su triunfo en la elección de consejeros. Ese apoyo se fue derrumbando hasta caer al 8% en febrero de 2025.
Así, partió el año electoral tercero, superado por Evelyn Matthei e incluso por Johannes Kaiser, un ultramontano aún más extremo, que había roto con los republicanos por derecha. Entonces, Kast cambió su libreto.
Dejó de lado la “batalla cultural” y se concentró exclusivamente en dos asuntos: seguridad y economía. Allí aplicó sus recetas de siempre: mano dura sin matices, y neoliberalismo sin complejos. Deportaciones masivas y cárceles en el desierto para pelearle a la delincuencia; bajas de impuestos, desregulación y recorte del Estado para estimular el crecimiento.
Y vaya que funcionó.
Seis meses después inscribió su candidatura, convertido en líder y favorito.
Su nuevo lema es “la fuerza del cambio”, el mismo eslogan con que nació el PPD a fines de la dictadura. Una frase descafeinada que recuerda más a las campañas de Lavín y Piñera que al Kast de siempre.
Sus recién publicadas “bases de campaña” prometen un “gobierno de emergencia” centrado en seguridad y economía.
Sobre el resto, hay silencio.
Las tesis autoritarias que dominaban su programa de 2021 ya no están. En esa campaña prometía crear una coordinadora internacional para perseguir a “radicales de izquierda”, cerrar la Flacso y el Instituto Nacional de Derechos Humanos, salirse del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y entregar al Presidente de la República facultades de estado de sitio en casos de emergencia.
Nada de eso se repite ahora.
Hace cuatro años prometía derogar el aborto en tres causales y lo que llamaba “matrimonio homosexual”, eliminar el Ministerio de la Mujer y privilegiar a las mujeres casadas en las políticas públicas. Tampoco está el apoyo al uso de carbón y el negacionismo climático de su plan 2021.
Ninguno de esos principios, que hasta hace poco eran fundamentales e intransables, están presentes en esta campaña.
¿Podrá Kast mantener esa disciplinada estrategia? ¿Lo traicionarán sus íntimas convicciones? ¿Lo empujarán sus propias huestes, como ocurrió durante el fracasado proceso constituyente que lideraron?
Y, aún más importante: de ganar, ¿un gobierno de Kast será más parecido al rígido ideólogo ultraconservador de toda la vida, o a este político pragmático y flexible que acaba de aparecer? Ya con el poder en sus manos, ¿realmente no tocará los derechos de las mujeres y las minorías?
Hasta hace poco, Kast decía que debe declararse estado de sitio en Chile, que “no cree” en los delitos por los que está condenado Krassnoff, que el aborto es “el asesinato de niños pequeños” y que Chile está dominado por una “dictadura gay”.
¿Ya no lo cree? ¿Ha decidido relegar tales asuntos a la profundidad de su convicción íntima? ¿O es solo que, pragmáticamente, considera que hoy es mejor no hablar de ciertas cosas?
Al menos por ahora, para Kast, La Moneda bien vale olvidarse de la misa.
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