Columna de Daniel Matamala: Sí se puede



Los dislates, los absurdos retóricos y los shows pobres brindados por los políticos esta semana alcanzarían con largueza para llenar la página de esta columna. Bastaría con listarlos uno a uno para terminar de perder la esperanza en el destino de nuestra democracia (y, créanme, por falta de espacio varios quedarían fuera).

Pero hoy haremos el ejercicio opuesto. Porque esta semana sí ocurrió un hecho que señala el camino para volver a legitimar nuestro sistema político.

Por amplísima mayoría, el Congreso despachó el proyecto de las 40 Horas, que fue promulgado y se convirtió en Ley de la República.

Resulta sorprendente, casi una anomalía, que una iniciativa controvertida y de hondas implicancias pueda ser consensuada y celebrada por políticos de izquierda, centro y derecha.

Sobre todo, si recordamos cómo empezó todo.

El proyecto fue presentado en 2017 por las diputadas comunistas Camila Vallejo y Karol Cariola. La iniciativa tomó tracción en la Cámara de Diputados en las semanas previas al estallido social, pero se encontró con una férrea oposición del gobierno de la época. El Presidente Piñera intentó bloquear el debate pidiendo que se declarara inadmisible, lo tildó de “inconstitucional” y amenazó con llevarlo al TC.

El 2 de septiembre de 2019, en la comisión de la Cámara, el ministro del Trabajo Nicolás Monckeberg planteó que, de aprobarse la ley, “Chile podría verse impedido de jugar una Copa América, porque va a exceder las horas que se están planteando”.

El diputado de la UDI Patricio Melero sumó más reparos. “¿Qué vamos a hacer con los trabajadores de Conaf cuando estén apagando los incendios? Les vamos a decir ‘se acabó la jornada’ y el Estado no va a seguir apagando el incendio”, argumentó.

Son frases que se sumaron al fermento del estallido, junto a la del mismo Monckeberg, sugiriendo entrar al trabajo a las 7:30 AM para llegar más rápido, y el ministro Fontaine, recomendando tomar el Metro a las 7:00 AM para evitar el alza.

De hecho, el mismo viernes 18 de octubre, el ministro del Trabajo estaba ocupado en una pauta pública contra las 40 Horas. Se reunió con un grupo de dirigentes sindicales y aseguró que “cada uno de los trabajadores, a través de sus dirigentes, han expresado que el proyecto que hoy día se tramita en el Congreso inevitablemente va a significar una menor remuneración”.

Los líderes sindicales fueron menos tajantes. “No estamos en contra de legislar sobre 40 horas, sino que queremos es que este proyecto sea visto de una forma responsable, que vaya a favor de los trabajadores”, argumentó uno de ellos.

Monckeberg y Melero tenían un punto. Intentaban argumentar que el proyecto era demasiado inflexible, y no especificaba las excepciones que deben operar en casos especiales o de emergencia.

Pero sus ejemplos eran tan extremos, que destruían cualquier posibilidad de diálogo. Al intentar ridiculizar al adversario, se ridiculizaban a sí mismos, y bloqueaban un debate fructífero.

Lo importante no era dialogar, sino ganar una guerra retórica. ¡Qué parecido al ambiente de hoy en la discusión sobre el combate a la criminalidad!

Pero luego, algo cambió. Tras el estallido, varios parlamentarios de Renovación Nacional tendieron puentes, y el diálogo de sordos se convirtió en una conversación. El proyecto original seguía sin gustarles, pero avanzaron en dos cambios clave. Que la implementación fuera gradual, dando tiempo a las empresas para adaptarse. Y que viniera acompañado de flexibilidad, para que pudieran acordarse cambios en los horarios entre semanas, o trabajar cuatro días a la semana en jornadas más extensas.

Hay nombres que destacaron en ese esfuerzo. Los entonces diputados RN Gonzalo Fuenzalida y Ximena Ossandón, junto al entonces DC Matías Walker, estuvieron entre quienes fueron tejiendo acuerdos. En 2019, los diputados aprobaron el proyecto. Aunque la división entre gobierno y oposición se mantenía, los diques comenzaban a abrirse, con varias abstenciones de parlamentarios de derecha que querían seguir conversando.

El actual gobierno implementó el “Sello 40 Horas”, con que algunas empresas se sumaron voluntariamente a la reducción de la jornada. Entienden que la productividad no depende matemáticamente de las horas trabajadas, y que las mejores empresas parten por tener trabajadores felices y comprometidos con su labor, no autómatas dedicados a mirar el reloj.

El último impulso vino en el Senado, a cargo de la ministra del Trabajo Jeannette Jara y su subsecretario Giorgio Boccardo. El presidente de la Comisión, el Evópoli Luciano Cruz-Coke, hizo de facilitador.

El empresariado y el sindicalismo cedieron posiciones. Para los primeros, era vital abrir espacios de flexibilidad. Para los segundos, bajar la jornada a 40 horas bien valía algunos sacrificios. Tanto la CPC como la CUT terminaron dando su respaldo al proyecto.

En la votación final, los senadores lo aprobaron por unanimidad. Los diputados, por 127 votos a favor, desde el PC a la UDI; y apenas 14 en contra, del Partido Republicano.

El resultado es un verdadero milagro para los tiempos que corren. Una política pública que se hace cargo de solucionar un problema sentido por millones de chilenos: la falta de tiempo para el esparcimiento y para compartir con sus familias. Lo hace de manera seria, en un proyecto estudiado con especialistas, y consensuado con buena parte del empresariado y las organizaciones de trabajadores.

¿Será posible copiar este espíritu en temas tan relevantes como la reforma a las pensiones, a los impuestos, a la salud, y la seguridad? ¿Entenderán nuestros políticos que estos acuerdos son la única manera de mostrar a los chilenos que la política sí sirve? ¿Comprenderán que salir vociferando en los matinales puede rendir en la encuesta del domingo, pero significa cortar la rama donde ellos mismos están sentados?

¿Entenderán por fin que la confrontación permanente sólo les pavimenta el camino a los demagogos autoritarios?

Ojalá, por el bien de todos, este éxito los haga recapacitar.

Porque el proyecto de las 40 horas demuestra que sí se puede.

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