Columna de Daniel Matamala: Una ancha ventana



Hace medio siglo, en Chile se hizo una locura: confiar en el apetito cultural y el intelecto de su gente.

Un país pobre, con sólo 43% de cobertura en educación media y 11% de analfabetismo, emprendió el experimento quijotesco de masificar la venta de libros.

Y fue un éxito increíble.

Desde el 22 de agosto de 1972, cada martes, la editorial estatal Quimantú lanzó entre 30 mil y 100 mil ejemplares de sus “minilibros”, con cuentos de autores como Baldomero Lillo, Oscar Wilde y Arthur Conan Doyle. El proyecto no recibía subsidio estatal, pero se autofinanciaba gracias a su masividad. Los libros se vendían al mismo precio de una cajetilla de cigarros Hilton, y se repartían a través de quioscos y una flota de camiones-librerías que recorría los barrios populares.

“La gente andaba con sus libritos en la mano para leer en los buses. Era muy lindo el cariño que se despertó en los trabajadores por la cultura”, recordaba años más tarde el costarricense Joaquín Gutiérrez, arquitecto de un proyecto que murió tal como había nacido: un martes, un aciago martes de septiembre de 1973.

Pero su legado sigue vivo: muchas veces me ha tocado ver, en casas populares de distintos lugares de Chile, modestas bibliotecas en que sobresalen las llamativas portadas y el áspero papel en que se imprimían libros como El país de los ciegos, de H. G. Wells; las Rimas, de Gustavo Becquer, o mi favorito de niño, Las aventuras de El Salustio y El Trubico, de Alfonso Alcalde. Fueron más de tres millones 600 mil libros editados sólo en esa colección, atesorados por quienes se sintieron, por una vez en sus vidas, partícipes y no meros espectadores de eso que suele llamarse “cultura”.

Desde 1973, el libro volvería al lugar al que la cultura oficial lo ha relegado: un objeto suntuario para ser consumido en librerías de barrios selectos, por determinados grupos sociales. Hoy, según Fundación Vivienda, “no existen librerías ni bibliotecas en los lugares más vulnerables” de Santiago. Más del 95% de los habitantes de San Bernardo, Puente Alto y La Pintana no viven a distancia caminable de ningún punto de acceso a un libro, sea una biblioteca, una librería o incluso un supermercado que venda textos.

En 2007, el anuncio de un “Maletín literario”, para entregar libros a familias de escasos recursos, enfrentó feroz resistencia. Editoriales pelearon a cuchillazos por su tajada, escritores ventilaron sus egos heridos por la selección de los títulos e intelectuales levantaron las cejas. “Es un proyecto mediático y populista”, sentenció entonces Cristián Warnken.

Pero en 2022 de nuevo ocurrió lo inesperado. Se formaron largas filas, no para adquirir el último smartphone o las zapatillas de moda, sino para comprar un ejemplar del proyecto de nueva Constitución. LOM, que había publicado una tímida primera tirada de mil ejemplares, ya va por los 80 mil libros vendidos. El texto se compra en quioscos y calles, y cuando el gobierno comenzó a repartir ejemplares gratuitos, las filas para acceder a él se repitieron en todo el país.

De inmediato surgieron críticas políticas. Algunas son atendibles: que el Presidente Boric firme el libro está en una zona gris que la Contraloría haría bien en despejar. Otras son absurdas, como la queja de que imprimir libros es “poco ecológico” (¿los prohibimos, entonces?, ¿sacamos los diarios de circulación?), o el reclamo por el costo (módicos $ 642 por cada texto impreso y distribuido).

Pero el episodio relevó algo más profundo: la inquietud de cierta intelectualidad ante el fenómeno de una ciudadanía entusiasmada por leer.

La historiadora Lucía Santa Cruz hace ver que el texto es “incomprensible para la mayoría”, lo que les impediría descubrir el “sectarismo e intolerancia” que oculta. La cientista política Loreto Cox critica la idea de que “cual luteranos, cada cual se enfrente al texto sin mediación”, abundando en que “tampoco es claro que la ciudadanía esté ávida por inmiscuirse en un debate así de complejo”.

Cristián Warnken se pregunta si los chilenos contarán “con las herramientas de análisis y los conocimientos para descubrir las falencias y errores que este texto incluye”. Y se responde que por “lo paupérrimo de nuestra formación cívica y conocimiento histórico, y los bajos niveles de comprensión lectora, eso es poco probable”. Luego asimila la oposición a que se distribuyan textos con la “resistencia a la dictadura”, comparando una tiranía que quemaba libros con un gobierno democrático que los reparte.

¿Qué hay detrás de esta enconada resistencia a que los chilenos lean por sí mismos? Una mezcla de roteo a la inteligencia de las personas, con el miedo ante un vulgo capaz de leer por sí mismo, y tal vez -¡horror!- llegar a sus propias conclusiones.

La alusión a los luteranos es significativa: cuando Lutero tradujo la Biblia del latín al alemán, y animó a las personas a leerla, atacó el corazón del poder de la Iglesia Católica, que dominaba a sus fieles gracias a su posición autoasignada de mediadora entre ellos y la palabra de Dios. Si el Papa intentó destruir la Sola scriptura de Lutero, así costara décadas de guerras y millones de vidas, no fue por una diferencia teológica: fue para defender su dominio sobre sus fieles.

Tanto en el siglo XVI como en el siglo XXI, un pueblo que lee es una amenaza al poder. Es una ciudadanía que reflexiona y desarrolla su espíritu crítico. Algunos leerán el texto completo, otros sólo hojearán fragmentos. Muchos se motivarán para saber más, conversar sobre lo leído y escuchar las explicaciones de expertos. Algunos se formarán la convicción de votar Rechazo. Otros se inclinarán por el Apruebo.

Lo importante es que al leer, al tomarse unos minutos para examinar su conciencia a través de la lectura, no sólo ejercitarán su mente: también darán un paso para tomar las riendas de su destino.

A través de la lectura estarán abriendo, como decía la contratapa de uno de esos “minilibros” de Quimantú, “una ancha ventana hacia la vida”.

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