
Columna de Diana Aurenque: “Roba, pero ayuda”

“Roba, pero ayuda”. Esa frase la oí en Colombia al tratar de comprender qué argumentan votantes en dicho país al momento de elegir a candidatos que, pese a ser condenados o formalizados por delitos, siguen o vuelven a ser electos. La frase no solo me deprimió, sino que también me dejó pensativa. Lo deprimente fue constatar lo que dice implícitamente, a saber, que la clase política entera es considerada ladrona. Así, tras dicha naturalización entre política y delito, lo que haría la diferencia entre un “buen” y un “mal” político no sería su probidad u honestidad, sino que pese a fallas morales “al menos” ayuda.
Más allá de si la frase es representativa en Colombia o de si es también una realidad objetiva en nuestro país, la intuición me dice que puede ser una idea presente al momento de escoger preferencias electorales. Sabemos que en Chile y en muchas otras partes de Latinoamérica, la ciudadanía ya no confía -o apenas lo hace- en sus dirigencias y autoridades políticas; no cree que la política sigue máximas morales compartidas o virtudes ideológicas en beneficio de la colectividad a la que se supone representa o busca representar. Muy por el contrario, la ciudadanía dejó de creer en la moral de sus representantes -ni en sus virtudes ni en su sentido del deber-. A lo sumo, solo se asume una moral utilitarista según la que las acciones de un político se consideran aceptables, si tienen como resultado que maximicen un beneficio, bienestar o la felicidad de la mayoría: “Roba, pero ayuda”. Pero una sociedad que logra avanzar, que se beneficia o mejora objetivamente en ciertos aspectos, pero a costa de transgredir u obviar principios éticos fundamentales de civilidad, deviene en la vieja e infértil técnica de desnudar un santo para vestir otro.
Ahora bien, mi preocupación y crítica no se dirige tanto a quienes deciden por el que “roba, pero ayuda”. Más bien, esta se ubica en algo más básico y muy propio de la época que pareciera estar de fondo: que ya ni siquiera contamos con un mínimo de normas morales firmes y acordadas que garanticen un (también) mínimo de buena convivencia -ni siquiera a quienes debieran ser justamente autoridades y profesionales de la vida social: los políticos.
Mandatos morales históricamente relevantes como “no robar” o “no mentir” se han vuelto tristemente triviales o, dicho en jerga nihilista, valen sin valer. Kant es justamente uno de los más grandes filósofos porque comprendió -como antes quizás solo Platón y Aristóteles- que la organización del colectivo -de la vida política y social- requiere que se acepten por cada miembro de la comunidad humana mandatos éticos de modo vinculante -de modo categórico, es decir, que la ley moral se considere análoga a imitar la obligatoriedad de la ley natural-. La tarea de la política a modo kantiano no se aboca solo al ejercicio del poder o de asuntos pragmáticos, sino que incentiva modos en los que el mundo encuentre un modo de realización racional -o al menos uno en el que vuelva a ser absurdo decir que me ayudan, pese a que me roban.
Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile
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