Columna de Marcelo Contreras: La batalla de Chile

En Argentina, músicos más veteranos colaboran con los nuevos artistas, que a su vez veneran a los viejos cracks del pop. En Chile, las colaboraciones se dan estrictamente entre pares generacionales y de género. Por otro lado, a pesar del entusiasmo de la prensa latina y estadounidense, el urbano está lejos de dominar el mundo.



La dinámica de debate público de los últimos años, con facciones divididas y enfrentadas mediante lenguaje propio de la Guerra Fría, también permea esferas como el ocio y la entretención. Filtrar con dicotomías las complejidades de la vida, es una manera de reducir matices, simplificando relatos y procesos merecedores de mejores explicaciones que la lógica blanco y negro, buenos y malos.

En las últimas ediciones de los festivales más grandes de la escena chilena -Viña y Lollapalooza-, se instaló la idea de una batalla épica generacional entre las fuerzas urbanas representantes de la juventud, y géneros veteranos replegados pero al acecho -el rock básicamente-, como si 2023 fuera un momento especial en la historia para jubilar a las guitarras.

Comprender y ofertar las músicas populares con diseño de compartimentos estancos en instancias festivaleras, desestima que el arte replica un sistema circulatorio captando distintos estímulos y distribuyendo ideas, y que una de las gracias de eventos así es la posibilidad de sorprenderse con artistas, géneros y gustos ajenos a la playlist.

Ni Viña ni Lollapalooza integraron urbano por primera vez en sus programas. Sin embargo, varió notoriamente la proporcionalidad, cuyo resultado fue una menor asistencia en ambos eventos, y mayor uniformidad estilística.

La música funciona menos atrincherada de lo que creemos. Hasta el más rockero tararea la irresistible Provenza de Karol G, o canta “deliciosa como una cookie”, siguiendo a Rosalía en Linda de Tokischa, una de las selecciones de su gran show del sábado en Lolla.

Karol G en el festival de Viña 2023. REUTERS/Rodrigo Garrido

A su vez, el rock fue más que bienvenido cuando apareció recién a mitad del festival con Pettinellis, reemplazo de última hora. La cita necesitaba la alternancia de géneros, y los jóvenes disfrutaron de esos sonidos añosos y memorables de los 60.

La oferta urbana local dominada por solistas masculinos posee hits, pero carece de los oídos abiertos y la musicalidad de las escenas de Argentina, Colombia, Puerto Rico y Estados Unidos, que integran otras rítmicas e influencias colindantes al pop tradicional, o citan a clásicos de géneros distantes. Nirvana salió al baile en los shows de Lil Nas X y Louta en Lollapalooza. En cambio, el urbano chileno parece algo estalinista y repetitivo, mientras los vecinos latinos juguetean fiesteros y desprejuiciados.

En Argentina, músicos más veteranos colaboran con los nuevos artistas, que a su vez veneran a los viejos cracks del pop. En Chile, las colaboraciones se dan estrictamente entre pares generacionales y de género.

Por otro lado, a pesar del entusiasmo de la prensa latina y estadounidense, el urbano está lejos de dominar el mundo. En vastas zonas súper pobladas como el sudeste asiático, no tienen idea qué es perrear o apenas ubican a Bad Bunny, mientras Coldplay, Michael Jackson y Taylor Swift son omnipresentes, como parte de un gran arco narrativo donde conviven clásicos de distintas épocas. Son los resultados tras décadas de retromanía musical, un constante ejercicio de nostalgia potenciada por nuevas vías, como los hits desempolvados gracias a Tik Tok, o las reacciones en Youtube.

Todo es mucho más difuso, ecléctico y bastardo en materia de gustos mayoritarios. Las generaciones musicales socializan más de lo que a ratos creemos por acá. Los grandes festivales chilenos deben estar obviamente abiertos a las novedades, sin olvidar que la gracia es la mixtura. Una regla similar aplica para los artistas urbanos locales, a tiempo de explorar algo más que la disco, la novia y el Instagram. La historia musical se explica con eslabones y diálogos, antes que fracturas y divisiones.

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