El príncipe imputado

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El cardenal Ricardo Ezzati este lunes durante la misa. Foto: ATON


Ricardo Ezzati será interrogado como imputado por el eventual delito de encubrimiento de abuso sexual a menores. Y ese es un momento con el potencial de cambiar -al fin- la manera pusilánime con que el Estado de Chile ha encarado su relación con la Iglesia Católica.

Los detalles del caso por el que se imputa al cardenal (ese "príncipe de la Iglesia", según la jerga de privilegios que tanto irrita a Jorge Bergoglio) son estremecedores. Óscar Muñoz Toledo fue nombrado por Ezzati canciller del Arzobispado. En ese rol, estaba a cargo de la custodia de los archivos secretos sobre abusos de la Oficina Pastoral de Denuncias, Opade. Como un archivero y notario omnipresente, también tomaba declaraciones a víctimas. "Me senté y me dijo: ¿Por qué sigue con este tema de los abusos? Deberían pasar de cambio", recuerda José Andrés Murillo, una de las víctimas de Karadima.

Este hombre de confianza de Ezzati, guardián de los secretos más inconfesables del episcopado, al mismo tiempo aprovechaba su doble condición de sacerdote y familiar para abusar de los menores bajo su cuidado. Cinco de las presuntas víctimas son sobrinos del religioso. Otro es un acólito. Muñoz se convertía en confesor de los niños, y desde esa posición de poder los tocaba y obligaba a masturbarlo. En al menos un caso, hubo acceso carnal.

En diciembre pasado, la familia de una de las víctimas encaró al canciller en su parroquia de Estación Central. Acorralado, el 2 de enero, él se autodenunció en la Opade. En secreto, Ezzati relevó a Muñoz de sus funciones y envió los antecedentes al Vaticano. Y no hizo nada más.

Tras recibir la confesión de crímenes sexuales contra menores, el arzobispo de Santiago no lo denunció a las autoridades chilenas. Con un agravante espantoso: según el Ministerio Público, los abusos continuaron hasta marzo de este año. Por al menos dos meses, un depredador sexual siguió atacando a menores sin que la Iglesia Católica actuara para detener esos crímenes evitables.

Cuando la fiscalía pidió la documentación de casos de abusos, le fue negada. Debió allanar las oficinas del arzobispado para poner tras las rejas a Muñoz Toledo, quien reconoce su autoría en algunos de los abusos denunciados.

Pero ese es un problema del Vaticano. Lo que nos compete es la respuesta del Estado de Chile, una república que en el último cuarto de siglo ha dado demasiadas muestras de sujeción a la Iglesia Católica. Hagamos memoria: Chile censuró a Martin Scorsese y a Iron Maiden porque a algunos miembros de la Iglesia les disgustaba su arte.

Nuestras autoridades frenaron discusiones sobre derechos civiles como el divorcio, la igualdad de los niños o el aborto, para no molestar a la jerarquía eclesiástica. Incluso se revirtieron o negociaron políticas de salud pública relativas a la educación sexual para no incomodar las pudendas sensibilidades de algunos obispos. Esto, de paso, fue un excelente negocio para los abusadores: no hay presa más fácil para un depredador sexual que un niño o adolescente abandonado a la ignorancia sobre su propio cuerpo.

Un poder simbolizado, año a año, por la procesión de las autoridades a la Catedral Metropolitana, para ser aleccionadas por el arzobispo de Santiago en el Tedéum. ¿Irán también este septiembre a escuchar el sermón de un imputado por encubrimiento?

Por eso lo que ocurre hoy es tan trascendente. Fiscales valerosos se atreven a cumplir su deber: allanar, incautar, arrestar, interrogar. Romper este pretendido Estado dentro del Estado que se ha arrogado por décadas el derecho a aplicar sus propias leyes, reduciendo delitos atroces a simples pecados y tratando a depredadores sexuales como ovejas descarriadas. Un "sistema de encubrimiento" en palabras del propio Jorge Bergoglio, aunque el vocero de los obispos chilenos, devenido exégeta del Vicario de Cristo, aclaró que el Papa "habla de encubrimiento en el sentido coloquial del término".

Por cierto, Ezzati está imputado, no condenado, y goza de derecho a la presunción de inocencia. Es que el triunfo de la república no es condenar al arzobispo: es tratarlo como a cualquier ciudadano; es que los derechos, garantías y responsabilidades legales se apliquen a todos por igual, lleven o no sotana. Sean o no "príncipes de la Iglesia".

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