La gula parlamentaria

Camara de Diputados
Foto: AgenciaUno.


Por enésima vez en 28 años de democracia, se abre el debate del tema sobre la dieta parlamentaria. Ahora a raíz de un proyecto de acuerdo impulsado por congresistas del Frente Amplio y aprobado por los diputados, aunque es una mera declaración de intenciones sin efecto vinculante. "La dieta parlamentaria en Chile, igual que los sueldos en muchos otros sectores y empresas públicas, son demasiado altos para las necesidades, las urgencias que tiene el país", declaró el Presidente Piñera. Algunos parlamentarios de Chile Vamos, que en abrumadora mayoría votó contra el proyecto, se abrieron entonces a una rebaja, pero poniendo como condición que abarque a cargos como fiscales, rectores de universidades y presidentes de empresas públicas.

"Si no puedes convencerlos, confúndelos", es una cita atribuida a Harry Truman, y que, una vez más, parece desplegarse para mezclar peras con manzanas y así frenar este debate. Porque no se ha presentado evidencia alguna de que los sueldos de esas autoridades escapen a los salarios de mercado y a la comparación internacional.

Algo que, en el caso de los parlamentarios, sí es indiscutible; a continuación usamos datos del estudio de Schaeffer, Segura y Valenzuela, publicado en Ciper (2014), y del Ministerio de Hacienda (2016), actualizando las cifras de Chile. Se considera solo el sueldo bruto de las cámaras bajas de cada país, dejando fuera las demás asignaciones y regalías.

En dólares internacionales (ajustados por poder adquisitivo), las dietas de los diputados chilenos son, por lejos, las mayores del club de los países avanzados: la OCDE. Si las comparamos con la riqueza de cada país, Chile sigue liderando ampliamente: un diputado gana 11,8 veces el PIB per cápita, contra 6,3 del segundo en la lista, Turquía. Y en la comparación con el sueldo mínimo de cada nación, Chile queda segundo, solo superado por México.

¿Por qué no bajar esos salarios? Se ha repetido una y otra vez que esa idea es "populista", esa palabreja mágica que aparece cada vez que se quiere descalificar una iniciativa sin tomarse la molestia de dar argumentos razonables contra ella.

La dieta de un diputado equivale a 33 veces el sueldo mínimo en Chile, contra 5 veces en Francia, Alemania y España, o 3 veces en Suecia, Nueva Zelandia y Noruega. ¿Son populistas los noruegos? ¿Están capturados por la demagogia los alemanes?

Se advierte también que un recorte del sueldo bajaría el nivel de los parlamentarios, al desincentivar a profesionales competentes de postular al Congreso. ¿En serio? ¿Ganaría la mayoría de nuestros honorables más de 9 millones de pesos en el sector privado, solo por sus credenciales profesionales? ¿Cómo se valoriza en esa comparación el poder del que gozan los parlamentarios, y su estabilidad laboral, con al menos cuatro u ocho años de sueldo y regalías garantizadas? ¿Son, gracias a estas dietas récord, nuestros congresistas diez veces más preparados y eficientes que los suecos o los neozelandeses?

No. No hay ningún argumento de eficiencia o calidad para mantener dietas tan desmesuradas en la comparación internacional. El único motivo es político. Como toda élite que defiende un privilegio, los parlamentarios lo mantienen por una sola razón: porque pueden hacerlo.

Y cuando una élite teóricamente representante de los ciudadanos conserva privilegios que esos ciudadanos abrumadoramente rechazan, ello revela la frágil densidad de nuestra democracia.

¿Qué tienen en común Noruega, Islandia, Suecia, Dinamarca, Suiza y Finlandia? Que están en el top ten del índice de las mejores democracias del mundo, según The Economist. Y también que los sueldos de sus parlamentarios están entre los diez más bajos de la OCDE, en relación con su PIB per cápita.

En una democracia plena, en que los representantes sienten la presión de sus electores, sus privilegios se mantienen a raya. No porque no quieran tenerlos, sino porque el sistema democrático los fiscaliza, constriñe su margen de acción y los obliga a la prudencia.

Hagamos ahora el ejercicio contrario. Ya sabemos que Chile lidera la lista de las dietas más altas de la OCDE en relación con el PIB per cápita. Le siguen -a distancia- Turquía y México. Y mucho más abajo, Italia, Corea del Sur, Polonia, Japón, Grecia, Israel y Estados Unidos. Ninguno de ellos pasa el exigente estándar de ser una "democracia plena" según The Economist.

Y ese es el fondo del problema. Las dietas parlamentarias no son un asunto de pesos más o pesos menos.

Son algo mucho más importante que la plata; son una medida de la distribución del poder. Cuando son altas, son un indicio de que una élite puede apoderarse del poder político, construir posiciones de privilegio y mantenerlas en el largo plazo, aunque la ciudadanía a la que deberían representar se oponga.

Las dietas son, en suma, una demostración de poder. De la gula del poder.

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