
No eliminemos lo que funciona: mejoremos las contribuciones

La reciente propuesta de eliminar las contribuciones para la primera vivienda ha reabierto el debate sobre el impuesto territorial en Chile. La idea, presentada como un alivio para las familias de clase media, ha ganado popularidad, pero adolece de una mirada más amplia sobre lo que está en juego. Suprimir este impuesto —aunque sea parcialmente— implica debilitar una herramienta tributaria eficiente, justa y crucial para el financiamiento local.
Los impuestos a la propiedad, como el territorial, tienen virtudes difíciles de replicar. Gravan un bien inmóvil —la tierra y los bienes raíces—, lo que reduce la evasión, son progresivos y no distorsionan, de manera importante, decisiones económicas clave como el trabajo, el ahorro o el consumo.
En Chile este tributo va directamente a los municipios, ayudando a costear bienes públicos locales como iluminación, áreas verdes o seguridad, en los que el Estado central no siempre llega con eficacia.
Esto introduce un elemento de solidaridad intracomunal: quienes tienen propiedades de mayor valor aportan más al bienestar colectivo. Y como el valor de esos servicios suele reflejarse en el precio de las viviendas, quienes más se benefician también contribuyen más. A ello se suma un componente de equidad territorial, dado que parte importante de la recaudación se redistribuye entre comunas, permite corregir desigualdades.
Ninguno de estos argumentos es menor, y todos se ven amenazados cuando se plantea eximir del pago a las primeras viviendas. La lógica de que este impuesto castiga la propiedad familiar desconoce que se trata de un tributo a la riqueza, no al ingreso, y que financiar los servicios municipales requiere recursos estables y suficientes.
Es comprensible que el tributo genere malestar, sobre todo en adultos mayores, pensionados u hogares que enfrentan caídas en sus ingresos. Más aún cuando, durante la última década, los precios de los bienes raíces han crecido muy por encima de los ingresos de los hogares, tensionando la relación entre avalúo fiscal y capacidad de pago.
Pero el problema no está en la existencia del impuesto, sino en su diseño actual: en la opacidad con que se determinan los reavalúos y en la falta de mecanismos para adaptar el cobro a circunstancias diversas.
Una primera corrección imprescindible es que el Servicio de Impuestos Internos (SII) publique de forma clara su metodología de reavalúo, y habilite auditorías independientes cuando un contribuyente lo requiera. Así como en la declaración de renta anual el ciudadano puede revisar y corregir la propuesta del SII, también debiese poder verificar cómo se valoró su propiedad.
Además, se deben crear fórmulas que permitan diferir el pago del impuesto en situaciones justificadas. En casos como el de adultos mayores con viviendas valiosas pero bajos ingresos, podría postergarse el pago —reajustado en términos reales— hasta que la propiedad sea vendida o heredada. Así, se evita que las contribuciones se transformen en una amenaza al derecho a permanecer en el hogar adquirido con el esfuerzo de toda una vida.
Eliminar las contribuciones para la primera vivienda puede sonar bien, pero no resuelve los problemas de fondo y debilita la provisión de servicios públicos locales. El camino correcto es fortalecer este tributo, no vaciarlo. Reformarlo con justicia, transparencia y sensibilidad social es más difícil que eliminarlo. Pero es lo que realmente necesitamos.
Por Andrés Hernando, Director del Magíster en Políticas Públicas, UDP
COMENTARIOS
Para comentar este artículo debes ser suscriptor.
Lo Último
Lo más leído
1.
2.
3.