
Prohibir el copago, bajar de los patines

Hace unos días conocimos el dictamen de la Superintendencia de Educación que impide hacer exigible el copago en las escuelas subvencionadas. Este generó una serie de críticas desde el mundo educativo. Vale la pena revisar el contexto de esta discusión.
El financiamiento compartido (copago)– es decir, la posibilidad de los colegios que reciben subvención estatal de cobrar un monto de dinero mensualmente a los padres, a cambio de un descuento en la subvención y de becar a un porcentaje de estudiantes – tuvo como objetivo allegar más recursos a la educación escolar. Se hizo hace varias décadas, en un contexto en que la necesidad de mayor inversión en el sector era urgente, pero el Fisco no tenía los recursos. Fue un ministro socialista quien lo impulsó.
En 2015, la Ley de Inclusión escolar de Bachelet II eliminó este copago. Su argumentación era que la exigencia de pago segregaba a los estudiantes por capacidad de pago, y que los recursos del cobro eran retirados por los sostenedores y no usados en los colegios. Para resolver la falta de recursos que implica la prohibición, se resolvió reemplazar el gasto privado por gasto público (“subvención por gratuidad”) hasta un cierto monto. A futuro, el incremento de la subvención iría reemplazando peso a peso el copago, hasta su eliminación total del sistema. Nuevos colegios no pueden incorporar financiamiento compartido.
Han pasado diez años. Muy posiblemente, los recursos que los padres gastaban en la educación de sus hijos (y que fueron reemplazados por gasto público) eran invertidos en los colegios y no retirados o mal usados, pues ahora que, supuestamente son bien utilizados, no han generado un cambio positivo en la calidad ni en los resultados. Un número reducido, aunque no despreciable, de los colegios subvencionados con copago se convirtió en particular pagado. El reemplazo progresivo de los recursos privados por recursos públicos se estancó, pues, tal como se dijo en su momento, era inconducente que tanto esfuerzo fiscal se desviara de las prioridades sociales reales y se fuera a pagar algo que las familias ya contribuían voluntariamente. En consecuencia, el copago sigue existiendo. ¿En qué se estarán gastando ahora los recursos privados que dejaron de invertir en matrículas y colegiaturas? No sabemos. Por otra parte, según datos de Arzola y Troncoso, un 34% de los colegios que tenía copago en 2015 lo mantiene diez años después. Según un trabajo reciente del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE) de la Universidad de Chile, la segregación del sistema escolar ha disminuido, pero no es atribuible causalmente a ningún factor en particular.
Como política pública, estos son resultados o mixtos o derechamente deficientes. Muchas familias ya no pagan, lo que es positivo a nivel individual pero no en el agregado. Desde una perspectiva de rentabilidad social, esto solo es bueno si es que los recursos que se dejaron de gastar en educación están ahora social o económicamente mejor invertidos, lo que es improbable. Lo más seguro es que esos ingresos se destinen al consumo común y corriente de las familias, por lo que 19% del antiguo copago va al Fisco en forma de IVA. El gasto fiscal en el que se sigue incurriendo para eliminar el copago es significativo, y hoy necesario en tantas necesidades sociales. A la fecha no vemos un impacto observable en calidad o acceso que haga pensar que todo gasto público y el trastorno que generaron en el sistema (y siguen generando) las reformas de Bachelet hayan valido la pena.
Así, el dictamen de la Superintendencia de Educación, acto que traspasa abiertamente sus atribuciones, prohíbe a los colegios que todavía tienen copago hacerlo exigible, por lo que se vuelve, en la práctica, copago voluntario. ¿Por qué persistir, por la vía administrativa, en un objetivo político que no solo no lograron por la vía legal, sino que en la práctica ha mostrado pocos resultados? La respuesta, en mi opinión, está en el origen de estas reformas. Todavía quedan algunos, refugiados en los pasillos de la Superintendencia, que persisten en la lamentable ideología de bajar de los patines.
Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar
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