Régimen de aguas en nueva Constitución

Pese a los enormes desafíos que enfrenta el país en materia hídrica, es lamentable que la propuesta de la Convención debilite varios de los elementos positivos de la actual institucionalidad que regula las aguas y abra flancos de controversia jurídica.



La regulación para el agua que propone la nueva Constitución incluye una transformación profunda a cómo se ha venido gestionando este recurso en el país. En parte tiene elementos positivos; por ejemplo, parece correcta la propuesta de crear una Agencia Nacional del Agua como órgano autónomo, a fin de dar respuesta a una necesidad que viene levantando el Banco Mundial desde el 2011 y que el sistema político no ha sido capaz de canalizar: mejorar la administración del agua y su gobernanza. Sin embargo, la nueva Carta Magna desconoce la gestión del agua que hacen día a día las organizaciones de usuarios -traspasándole su administración a los Consejos de Cuenca- y ofrece una gobernanza poco clara respecto al rol que tendrán las entidades territoriales y al cómo se coordinarán los distintos actores.

Por otra parte, precariza el régimen de uso de las aguas sin un objetivo claro, al establecer que su uso estará sujeto a autorizaciones administrativas temporales que entregará el Estado, las cuales pueden caducar, extinguirse y revocarse; y cuyo otorgamiento estará justificado en solo tres objetivos: el interés público, la protección de la naturaleza y el beneficio colectivo. Así, estas autorizaciones son incomerciables y no generan derechos de propiedad -lo que modifica el régimen jurídico de las aguas al punto de hacerlas en cierto sentido “expropiables”-, poniendo en grave riesgo los elementos positivos de nuestra institucionalidad actual, y sentando un clima de fuerte incertidumbre respecto de los cientos de miles de derechos actualmente constituidos. Por lo mismo, no cabe descartar que de prosperar esta propuesta se pueda abrir un intenso flanco jurídico.

Toda esta propuesta de transformación se da en un contexto de altísima complejidad, que los expertos temen sea nuestra nueva realidad: en plena crisis climática y de pérdida de biodiversidad, la zona central del país va a cumplir 12 años de megasequía. Y el panorama hacia adelante no muestra mejoras, pues para 2040 se proyecta a Chile como uno de los 30 países con mayor estrés hídrico del planeta. Mientras tanto, se dilapida tiempo y esfuerzo en normas controversiales.

En tal sentido, es lamentable que la propuesta de la Convención no haya tomado en cuenta los avances que se venían mostrando en materia de aguas. Recién ocho años después de la propuesta institucional del Banco Mundial, se ingresó a trámite legislativo en junio de 2021 un proyecto que crea una Subsecretaría de Recursos Hídricos en el Ministerio de Obras Públicas; asimismo, tras más de una década de tramitación, este año se alcanzó un amplio acuerdo político en el Congreso para reformar el Código de Aguas, el que preservando la posibilidad de constituir derechos, establece nuevas regulaciones respecto de estos y coloca acento en la función de subsistencia.

Es evidente que no se puede seguir retrasando la adecuación de nuestra institucionalidad y régimen de uso del agua, pero ello en ningún caso implica que deba legislarse con lógicas refundacionales. Lo razonable es que exista el propósito de tomar lo que ha servido en nuestra experiencia, y, con especial énfasis, aunar las voluntades de los múltiples actores involucrados. Un desafío de esta magnitud y urgencia no se puede enfrentar en un contexto de conflictividad acentuada.

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