Por Álvaro Ortúzar¿Sigue siendo la abogacia una profesión noble?
La misión fundamental del abogado es contribuir al correcto funcionamiento de la sociedad. Así lo demanda todo Estado de Derecho. Su protección, en gran medida, depende de cómo ejercemos la profesión y de la rectitud, preparación jurídica y honestidad intelectual para resolver las tareas que se nos encomiendan. Sin embargo, graves situaciones que se repiten una y otra vez nos obligan a preguntarnos si hemos llegado al punto en que, en tanto institución, engrosamos la lista de quienes concitan desconfianza en la ciudadanía.
Hoy por hoy, cuesta encontrar algún área profesional que no esté en entredicho. Los esfuerzos de la Corte Suprema para prevenir y sancionar conductas ministeriales reñidas con la probidad que exige el cargo de juez se perciben como insuficientes; la conducta de algunos magistrados, abogados, notarios y conservadores que copan las noticias, demuestra no solo el afán de enriquecimiento personal, sino también revela un espacio oculto y siniestro en que abundan amiguismos, manipulación de influencias y torcida administración de justicia. Agreguemos algunas fiscalías jurídicas de reparticiones públicas que ignoran reglas elementales de la Constitución y las leyes (como lo fue llevar adelante una compraventa prohibida en favor de una senadora empeñada en enajenar bienes al Estado y de la que fue parte solícita el propio Presidente de la República).
El ejercicio privado de la profesión últimamente parece estar circunscrito a desarrollar una industria jurídica donde el éxito se mide más por la facturación que por la defensa de la honra, libertad y patrimonio de las personas. Parece que poco o nada puede hacer el Colegio de Abogados en el control de la ética, sea porque quienes son objeto de reproche no están colegiados o porque no quiere adelantar condenas respetando el principio de inocencia. Con todo, el amplio espectro de su Consejo le confiere un estatus político relevante, y desde esa perspectiva, se echa de menos no solo más severidad y menos contención en sus declaraciones sino una eficaz conexión con la sociedad.
En el contexto que hemos descrito, cabe preguntarnos qué papel jugamos los abogados independientes y si somos ajenos e indiferentes a estos problemas. ¿Preferimos ejercer aislados e inmersos en nuestras propias especialidades, antes que responder al papel que la sociedad nos ha encomendado como auxiliares en la defensa del amplio concepto de Estado de Derecho? No creo ser exagerado al decir que nos está dominando el desinterés en el prestigio de la abogacía y que estamos cómodos y ausentes de los problemas generales. Probablemente la inmensa mayoría de los abogados son correctos, pero esa tranquilidad personal es insuficiente para restituir a la sociedad la confianza que ha depositado en esta profesión. Evidentemente, carecemos de una receta para lograrlo.
Eso sí, ningún abogado debiera sentirse inmune a la crítica social pues el desprestigio de la profesión ha alcanzado niveles peligrosamente contaminantes. Esto significa que la nobleza de la abogacía está en riesgo. Con ello, nuestra propia nobleza lo está.
Por Álvaro Ortúzar, abogado
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