Un plebiscito constituyente



Después de la segunda vuelta presidencial, se hizo un lugar común en la ortodoxia columnística que su resultado significaba el rechazo del pueblo chileno al programa transformador de Michelle Bachelet. Ella se habría sometido con demasiada docilidad al "griterío de la calle"; su exceso de entusiasmo llevó a un conjunto de adultos a ver en las movilizaciones de 2011 no pulsión juvenil, sino rechazo al modelo neoliberal.

Era entonces necesario reparar el daño irresponsablemente causado y relegitimar el modelo. Para esto, la agenda del gobierno era explícita: en materia previsional, ratificar el principio de ahorro individual forzoso; en materia tributaria, menos impuestos a los ricos, para fomentar la inversión; en materia laboral, menos protección y más precarización; en educación, relegitimar la selección unilateral por los establecimientos, etc.

Ahora podemos decir que era un diagnóstico fenomenalmente equivocado. "No supimos entender bien lo que estaba pasando" dijo al salir el ex ministro de Hacienda. Y ese fenomenal error de diagnóstico deja al gobierno totalmente descolocado. Porque claro, ante manifestaciones contra el abuso, el que ayer buscaba bajar el impuesto a los más ricos y aumentar la precarización laboral no está precisamente en la mejor posición.

Quizás por eso le ha sido tan difícil entender lo que ha pasado, desde la declaración de guerra hasta un anodino y tardío cambio de gabinete. Es que ya no es posible salir del paso, como se hizo después de 2011, agradeciendo al movimiento social que haya puesto el tema en la agenda pero que ahora pueden volver a sus casas y dejar a la política institucional buscar soluciones. Es que hoy la protesta contra el abuso incluye a una "clase política" sistemáticamente incapaz de articular y procesar demandas ciudadanas.

Esto muestra que lo que realmente está en su origen es el problema constitucional: la cultura política que floreció bajo la Constitución tramposa resulta incapaz de actuar con eficacia cuando se trata de demandas sociales, y por eso es vista por el ciudadano como el instrumento del poder económico y entonces como cómplice del abuso que sufre.

Pero la política institucional es incapaz de ver la profundidad del problema, y cree que debe buscar mejoramientos puntuales. A veces los logra, y se hacen y celebran "perfeccionamientos". Aunque el resultado suele ser el efecto exactamente contrario al buscado (como el voto voluntario, que aumentaría la participación porque ya no habría "audiencia cautiva" y sería necesario "seducir" a los votantes; o la "constitución de 2005", que en vez de solucionar gatilló el problema constitucional, etc.), se pasa al siguiente, y la deslegitimación se agudiza. Es que hoy no hay solución sin devolver el poder de decidir (no solo de opinar o discutir) a la ciudadanía. La solución es entonces un plebiscito constituyente, la misma que Jorge Burgos, al salir del Ministerio del Interior en 2016, se felicitaba por haber liquidado.

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