“Llorar la muerte de mi padre frente a mis hijos ha sido enseñarles que está bien estar tristes y que no tenemos que vivir la pena en silencio”.




“Desde que mi padre murió de Covid que he estado viviendo a un ritmo que no conocía, enfrentándome a la primera ausencia que realmente me ha dolido. Ha sido un ciclo de transitar por todas las emociones, desde la rabia y la impotencia hasta la más calma resignación, todo de la mano de mis dos hijos de 10 y 2 años. En unos días cumpliré un año caminando al ritmo de ese duelo.

Los primeros días lloraba en cualquier momento, al escuchar una canción, al cocinar alguna comida que a mi padre le gustaba, en la mesa pensando que ya nunca más compartiría con él, mirando a mis hijos que ya no tendrían a su abuelo. Me sentía desolada. La mirada de mis hijos, muchas veces, me devolvía la calma. Tal vez era el mandato de “tener que estar bien siempre para y por los hijos”, pero no siempre obedecí y lloré muchas veces frente a ellos.

Mi hijo mayor me tomaba la mano, me decía alguna frase que desde su inocencia y pureza me daba cierta calma y lograba reincorporarme. A veces lloraba dando vueltas en circulo en el patio de mi casa, buscaba señales de un más allá que aun no me convenzo que exista, algún cariño de la naturaleza para sentir la sutil presencia de mi padre en otra forma. Los niños a veces me veían por la ventana o comenzaban a preguntar por mí a mi marido. Entonces me secaba las lágrimas y entraba para estar con ellos, mis ojos delataban mi pena y les explicaba cuánto extrañaba a su Tata, tratando de normalizar mi emoción.

También me impuse algunas reglas como esos lutos absurdos que obligaban antes a las mujeres a llevar solo ropa negra: no comí ñoquis porque él los cocinaba, ni escuché canciones de la lista larga que mi papá nos heredó como sus amados tangos, ni he querido visitar el balneario donde fuimos más felices, por ejemplo. Mi hijo mayor entendía esas decisiones porque yo no quería sentir más pena, que está bien llorar, pero a veces también es bueno evitar ciertos elementos que nos deprimen más. Mi hija, aún guagua, me miraba como comprendiendo lo que me pasaba. Muchas veces la amamanté mientras lloraba sin prisa, sintiendo que la tibieza de mis lagrimas era parecida a la de mi leche. Ese espacio nuestro, solo de nosotras, se llenaba de la contradicción de la vida y la muerte. Me preguntaba si mi pena traspasaría la leche.

Este año de duelo ha sido el más difícil de mi vida y a la vez el más revelador. Darme cuenta que la vida comienza cuando te das cuenta que efectivamente somos fugaces, ha sido determinante para gozar de mi existencia y la de mis hijos. Ha sido una montaña rusa de emociones que he atravesado con miedo, pero que finalmente he encarado sin esconderme. Llorar la muerte de mi padre ha sido enseñarle a mis hijos, que duele la ausencia física, que está bien sentirse triste por extrañar a un ser querido, que no todos los días son fáciles y no tenemos la obligación de vivir el duelo según tiempos ajenos, porque finalmente, como me dijo mi querida psicoterapeuta: un día ellos también llorarán mi ausencia.

El paradigma de las emociones buenas y malas ha caído y es necesario que los niños sepan que los padres y madres también sentimos pena. En el caso del duelo, cada quien diseña o vive el suyo a su manera y según su contexto. En mi caso, he tratado de vivirlo lo más sinceramente posible, en concordancia con mi forma extrovertida y enseñando a mis hijos a ser honestos consigo mismos, en el debido balance y lenguaje que ellos pueden comprender, para cuando les toque transitar una pena negra, se sientan libres de llorar y transitar el dolor”.

Jimena Colombo es periodista y tiene 34 años.

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