Bullying escolar: el costo del silencio institucional
Martín, de 10 años, pasó un semestre completo siendo víctima de burlas en su colegio sin que se activaran protocolos ni se le diera contención. Su familia terminó por sacarlo a mitad de año, asumiendo costos económicos y emocionales. En esta edición de Consultorio Legal revisamos qué exige la ley a los colegios frente al bullying, cuáles son las herramientas que tienen las familias y qué sanciones se aplican cuando los establecimientos no cumplen.

Martín, un niño de 10 años, pasó casi un semestre entero siendo blanco de burlas por su aspecto físico. Lo habló con su profesora, luego con la psicóloga del ciclo y finalmente con su madre. Pero el colegio nunca hizo nada: no investigó, no activó protocolo, no ofreció contención. La única salida fue sacarlo a mitad de año. Hoy está en otro colegio donde aprendió a sonreír de nuevo, tiene amigos y buenas notas. Sus padres, Camilo y Soledad, nos consultaron buscando orientación legal porque creían que la negligencia del colegio había marcado a su hijo y a toda la familia. Su historia, aunque con un final reparador, desnuda un problema estructural: la inacción de los colegios frente al bullying.
El marco legal
El bullying no es un conflicto pasajero entre compañeros, es acoso sistemático y reiterado que se basa en la desigualdad de poder. Puede ser verbal, físico, psicológico, social o digital. Sus consecuencias son profundas: ansiedad, depresión, aislamiento, bajo rendimiento, somatización física y, en casos extremos, intentos de suicidio. El niño deja de aprender porque está ocupado sobreviviendo. Por eso, la Ley N° 20.536 sobre Violencia Escolar impone a los colegios un deber claro: prevenir, detectar y actuar. No es un favor, es una obligación legal.
Cuando un colegio no hace nada, muchas familias se ven obligadas a cambiar a sus hijos de establecimiento. Y en el caso de los colegios particulares, esto significa volver a pagar una cuota de incorporación, además de las mensualidades. Nadie devuelve ese dinero, aunque la negligencia del colegio sea la causa del retiro. ¿Cómo se repara ese daño?
El costo no es solo económico: es el desarraigo, el miedo a volver a ser rechazado, la pérdida de confianza en una comunidad que prometía cuidar. No se trata solo de impartir educación. Los colegios tienen también una responsabilidad social y legal de proteger a todos los niños que ingresan a sus aulas, y cuando fallan, los padres tienen derecho a exigir reparación administrativa, civil y moral.
Para una madre o un padre, ver a su hijo dejar de dormir o perder la alegría es un golpe que trasciende lo jurídico. Es sentirse impotente frente a un entorno que debería cuidarlo y que, en cambio, lo expulsa silenciosamente. Esa herida no se cierra con un simple cambio de colegio ni con sanciones formales al establecimiento: necesita reparación real, acompañamiento psicológico y la certeza de que lo vivido no quedará impune.
En los últimos años, los tribunales han reconocido esta necesidad con indemnizaciones millonarias a favor de las familias, entendiendo que no se trata de poner precio al dolor, sino de reconocerlo y dar un mensaje claro de que la negligencia institucional cuesta caro.
Hoy la ley exige que exista un encargado de convivencia escolar en cada establecimiento. Sin embargo, en muchos casos, su rol es más cosmético que real: se dedican a apagar incendios cuando el daño ya está hecho, en lugar de prevenir.
La convivencia escolar está sobrepasando a las comunidades educativas, y aquí el llamado no es solo a los colegios. También es a las madres y padres. Y es que, un niño que agrede a otro, lo hace por algo. Puede estar repitiendo patrones de violencia, buscando atención o escondiendo su propia fragilidad. Minimizarlo o excusarlo es cerrar los ojos a un problema que exige intervención familiar y acompañamiento profesional.
Además, no podemos olvidar que hoy, a diferencia de los años noventa, no se puede simplemente expulsar a un niño por mal comportamiento. La normativa vigente establece que deben aplicarse sanciones progresivas y medidas formativas previas, lo que hace aún más urgente enfocarse en la prevención y la intervención temprana. Si la expulsión ya no es la salida inmediata, el único camino sensato es trabajar la convivencia escolar con recursos reales y con voluntad institucional.
Ante esta realidad, los apoderados sí tienen herramientas. Pueden exigir por escrito la apertura de un protocolo de bullying, denunciar a la Superintendencia de Educación cuando el colegio no actúa, y recurrir a tribunales para demandar una indemnización por los perjuicios sufridos: desde los costos del traslado de colegio, hasta las terapias, además del daño moral que afecta a los niños y sus familias.
Pero no siempre es fácil. La Superintendencia de Educación tiene facultades, pero las sanciones suelen ser bajas en comparación con el daño causado. En la práctica, es más barato para un colegio pagar una multa que implementar un sistema robusto de prevención y respuesta. Por eso urge una discusión política más profunda: endurecer las sanciones a los colegios que no cumplen con sus protocolos, garantizar reparación económica directa a las familias para que el costo no recaiga en las víctimas, y supervisar activamente los programas de prevención contra el bullying.
El bullying no se combate sólo con consignas de “tolerancia cero”, sino con instituciones que fiscalicen de verdad, con colegios que asuman su deber de cuidado y con familias que comprendan que tanto las víctimas como los agresores necesitan acompañamiento. Porque ningún niño debería aprender que la única manera de estar en paz es irse de su colegio.
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