Paula

Hablemos de amor: la familia de tres que elegí

Constanza tiene una familia tradicional, con sus padres y dos hermanos, pero hoy su núcleo se conforma de la familia que eligió: sus dos mejores amigos que actualmente están casados.

Ilustración: Silvia Caracuel

Vengo de una familia tradicional. Una mamá, un papá, dos hermanos. Nos queremos, nos peleamos, nos arreglamos. Hay cariño, valores compartidos, una historia en común. Es una familia hermosa. Pero no es de esa familia de la que quiero hablar hoy.

Esta vez quiero hablar de la que sí elegí: mi núcleo más íntimo. Mi casa simbólica. Está formada por mis dos mejores amigos: Carolina y Matías.

Con Carolina nos conocimos en segundo medio. En el colegio apenas cruzábamos palabras, pero bastaba salir al recreo, a la calle, para volvernos inseparables. A Matías lo conocí un poco después, en cuarto medio. Era el “jefe de cuadrilla” y me enseñaba matemáticas. Nunca hubo tensión romántica entre nosotros: fuimos, desde el principio, una amistad pura.

Cuando teníamos 17, Carolina no tenía pareja para la fiesta de graduación. Yo, que acababa de conocer a Matías, decidí presentarlos. El flechazo fue inmediato. Y así comenzó una historia que hasta el día de hoy sigue creciendo.

Con los años, nuestra amistad a tres bandas se volvió un lazo indisoluble. No era fácil de entender desde fuera. ¿Cómo podía ser yo tan cercana a una pareja? ¿Y cómo ellos, como pareja, tener conmigo una relación tan distinta y al mismo tiempo tan profunda? Cada uno vivía con sus papás, pero yo sabía que, en ambas casas, tenía una cama lista y una taza de té servida.

Mientras ellos crecían juntos, yo cambiaba de pareja, de carrera, de rumbo. Pero ellos seguían ahí, acompañándome con sus consejos —siempre diferentes entre sí, pero igual de certeros—, sin importar en qué etapa de la vida estuviéramos. A pesar de las diferencias, siempre nos mantuvimos en la misma frecuencia emocional.

En 2017, se comprometieron. Sentí una alegría profunda: mis dos personas favoritas elegían caminar la vida juntos. Fui su testigo de matrimonio. Los vi mirarse con amor y también con esa complicidad que yo conocía tan bien. La misma con la que, desde hace años, de alguna manera también me miraban a mí.

Pero la vida, como siempre, también trajo dolor. En 2019, viví el año más duro de mi vida: a mis padres les diagnosticaron cáncer, y yo, completamente desorientada, me refugié en ellos. Una vez me quedé a dormir en su casa y Carolina, en lugar de acostarse con su marido, se metió en mi cama. “En este minuto tú nos necesitas más”, me dijo. Y fue cierto.

Lo más difícil no fue convivir con ese amor, sino explicarlo. Mis parejas no lo entendían. Muchas veces querían acompañarme a verlos. “Obvio, vamos los cuatro”, decían. Pero yo no quería eso. Quería estar con mis amigos. Sentía que con ellos podía ser exactamente quien era, sin explicaciones.

También aprendí que no podía estar en todo. Que, aunque siempre me abrieron las puertas de su casa, ellos también eran una pareja con una vida propia. Y que a veces no había espacio para una tercera. Aprendí a preguntar antes de llegar. Y también, a no tomarlo como un rechazo.

En 2020, me mudé a Puerto Varas, justo antes de la pandemia. La distancia pesaba, pero al poco tiempo, ellos se trasladaron a Villarrica. Cuando me sentía sola, tomaba un bus y me iba a verlos. Y como siempre, ahí estaban: mi refugio, mi lugar seguro. Nunca fui “una extra”. Siempre fui parte.

Con los años llegaron sus hijas: mis sobrinas del alma. La primera, mi sol. La segunda, mi pollito. Me enamoré de ellas con una intensidad que no sabía que cabía en mí. La familia creció y, con ella, el amor.

Hoy, dieciséis años después de ese primer encuentro, me siguen eligiendo. ¿Soy la tercera en su relación? No. Somos tres. Una relación atípica, quizás, pero profundamente verdadera. Un hogar que armamos entre los tres, sin papeles ni reglas, solo con cariño, tiempo y presencia.

No todas las familias se heredan. Algunas se construyen. Esta, la mía, se hizo de amistad, lealtad y amor incondicional.

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