Hablemos de amor: Las amigas que quiero tener a los 80
A los 26 años, Ivannia aprendió que las amistades no aparecen de la nada: se construyen con tiempo, respeto y presencia. Hoy sueña con llegar a los 80 rodeada de esas mujeres que eligió como familia, porque sabe que envejecer acompañada de amigas es una de las mayores formas de amor.

Voy a contar algo que solo las personas que me conocen bien saben: pienso mucho en la versión de mí de 80 años. Trato de imaginarme qué tipo de abuela voy a ser, y siempre digo que quiero ser esa abuela cool que tiene millones de historias que contar y que se dedicó a vivir su vida con todo y con amistades extraordinarias.
Tengo 26 años. Hoy me describo como una persona muy social, con amigas verdaderamente buenas, las que uno sueña. Pero no siempre fue así.
Sé lo que se siente estar sola, no pertenecer a tu espacio e incluso a tu país. Fui a un colegio internacional, y cuando egresé, sentí la cachetada de empezar de cero. No tenía amigas. ¿Cómo empiezas la universidad si es que no sientes que perteneces? ¿Cómo tratas de soltarte y abrirte si te sientes rara?
Llegó la pandemia e inmediatamente sentí que el aislamiento me venía como anillo al dedo. Por más que el año anterior había intentado pasar piola, practicar mi carisma libriano, y caer bien diciendo mucho que sí, nunca logré sentirme tan bien como estando sola en mi pieza.
Fue ahí cuando se me ocurrió empezar un podcast para salvar mi histeria mental, mi compleja relación con la incertidumbre, los sueños que parecían inalcanzables y el intento de volver a conectar con las personas. Para sentirme menos sola.
Así conocí a una de mis mejores amigas. Por el podcast. No la entrevisté, ella me vio en Tik Tok. Una noche hice un live en TikTok. Entre los comentarios apareció Maite: divertida, curiosa, con esas ganas de conversar que se sienten incluso a través de una pantalla. Al final escribió: “te quiero invitar un café”. Sin pensarlo mucho, le dije que me escribiera por Instagram.
Ese café marcó un antes y un después en mi vida. Esas dos horas, que se sintieron como tres segundos, fueron el tipo de encuentro que prometen las películas: “¿dónde has estado toda mi vida?”. A Maite le gustaba que yo mostrara mi proceso de hacer un podcast en TikTok, le gustaba mi inglés, lo multicultural de mi familia, mis ideas y mi manera de mirar el mundo.
Esa tarde cambió mi manera de mirar a las mujeres. Crecí escuchando “no confíes en las mujeres, son envidiosas”. Pero Maite me recordó lo que se siente ser vista.
Con el tiempo llegaron más amigas, pero también decepciones. Aprendí a observar mejor, a elegir con cuidado, a poner límites. Las mentiras son intransables, la falta de confianza también. Pero algo que todavía me cuesta aceptar es la sensación de que te tomen por sentada, como si tu presencia siempre fuera un hecho y no una elección.
Una vez organicé una reunión en mi casa, de esas que haces con ilusión, imaginando la conversación, las risas, el reencuentro. Pero a medida que pasaban las horas, los mensajes de “no alcanzo” o los silencios sin respuesta fueron reemplazando esa expectativa por una sensación conocida: la de no ser prioridad. No era el asado ni la comida lo que dolía, era la ligereza con que a veces tratamos los vínculos.
Esa noche entendí que el respeto también se demuestra en lo cotidiano: en responder, en cumplir, en hacerse presente.
Tiempo después conocí a Amanda, también directora audiovisual y hoy una amiga del alma. Con ella compartimos una misma pregunta: ¿por qué cuesta tanto mantener o cuidar las amistades? Su abuela, de 87 años, tenía la respuesta. Conserva un grupo de 24 mujeres —muchas desde el colegio— que se han acompañado toda la vida. Cuando le conté mi historia, me miró con esa sabiduría que solo dan los años y me dijo: “si no hay respeto, no hay amistad”.
Hoy estamos terminando el documental sobre la amistad, buscando respuestas de qué nos pasa hoy, por qué nos cuesta tanto hacer, mantener e incluso, ser buenas amigas.
Lo que sí tengo claro es que cuando supere los 80 años quiero tener a Maite, Amanda y a todas mis amigas cerca. Que en mis momentos más terribles —como cuando se muera mi marido, como le pasó a la abuela de Amanda— no me suelten del brazo y me acompañen hasta el final.
Porque envejecer acompañada de mujeres es una fortuna: nos cuidamos, nos escuchamos, nos recordamos que no estamos solas. La amistad entre mujeres es posible, a pesar de todo lo que nos dijeron, y cuando es real, se convierte en el mejor refugio que una puede tener.
Esa es una de las historias que quiero contarles a mis nietos y nietas.
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