Paula

Ser delgada no me protegió del escrutinio

La presión por encajar adopta formas distintas en cada etapa de la vida, pero la sensación es la misma: nunca basta. Esta columna busca nombrar esa violencia silenciosa para dejar de repetirla y empezar a mirarnos con más suavidad.

Esta es, probablemente, mi columna más personal, y lo peor es que tengo la certeza que más de alguna mujer que lea esto, se sentirá identificada.

Crecí delgada, pero nunca suficiente. Desde muy pequeña entendí que, incluso habitando un cuerpo flaco, jamás iba a considerarse “correcto”. Esa diferencia —que parece sutil— es, en realidad, una forma temprana de violencia estética: el recordatorio constante de que tu cuerpo existe para ser ajustado, corregido y evaluado por otros.

Los comentarios empezaron en la infancia. Ni siquiera mi delgadez me garantizaba pertenecer a la hegemonía. No tenía curvas; “faltaba glúteo”. A los 14 años, un tío me dijo que si me operaba la nariz y la doble pera “sería perfecta”. ¿Perfecta para quién? Años antes, otro tío nos sentó a mi hermana menor y a mí —ella en un cuerpo gordo— y lanzó un veredicto que las dos seguimos recordando hasta hoy: “Si tú bajaras de peso, serías más linda que tu hermana, porque eres más bonita de cara”. En una sola frase perdimos ambas: ella por no ser suficiente; yo por aprender que incluso “ganar” en ese ranking cruel era, en sí mismo, una derrota.

La adolescencia no fue distinta. Un compañero me dijo que parecía “John Lennon con anorexia” a modo de respuesta a una broma que le hice. Otro, al levantarse accidentalmente mi polera, comentó que debía depilarme la guata. Era delgada, pero tenía la panza “suelta”. Era delgada, pero no tenía nalgas. Era delgada, pero me ponía un pantalón de buzo bajo los jeans para que mis piernas no se vieran “raquíticas”. Era delgada, pero tenía los dientes chuecos y amarillos. Era delgada, pero tenía poco pecho. Ser flaca nunca fue un refugio; fue solo otra forma de escrutinio. Porque nunca importaba ser yo, sino no ser “demasiado” de nada.

Después llegaron los embarazos y con ellos las fluctuaciones de peso. A los 18, después de mi primera hija, me quedé con los kilos ganados y, como tantas mujeres, recurrí a métodos dañinos para bajarlos. Más tarde, en la universidad, bajé demasiado por una crisis de colitis ulcerosa que aún no sabía que tenía. Tras mi segundo hijo, volví a subir… y luego a bajar. Siempre dentro de un sistema que insiste en que el cuerpo femenino es un proyecto eterno y nunca terminado.

Y entonces llegó la pandemia. A mis 33 años subí alrededor de 15 kilos. Nada me quedaba. Cuando por fin pude viajar al sur a ver a mi familia, escuché comentarios como “ahora eres la exflaca” o un simple “estás más gorda”, como si yo no tuviera espejo. Curioso: antes criticaban que era “demasiado flaca”. El mensaje y las opiniones eran las mismas: no estás donde deberías estar.

Aun así, con más peso, apareció otro tipo de confusión: no habito un cuerpo gordo, pero tampoco uno hegemónico. Uso poleras XL y pantalones talla 46, pero eso no parece suficiente para algunos a la hora de validar mi experiencia. Si hablo de discriminación hacia personas gordas, dicen que me “apropio” de una lucha ajena. Lo irónico es que hubo un momento en que ni siquiera la doble XL me quedaba… pero no me sacaba fotos, así que no existen registros.

Ese limbo corporal me acompañó por años, haciéndome creer que no tenía derecho a incomodarme. Como si la violencia estética fuera exclusiva de ciertos cuerpos. Pero bajo el patriarcado y la cultura de la apariencia, todos los cuerpos son cuerpos vigilados. Lo único que cambia es el nivel de impunidad con que se ejerce esa vigilancia.

Hoy, a mis 37 años, veo algo claro: la presión nunca cesa, solo muta. Pasamos de perseguir el cuerpo “ideal” a intentar borrar arrugas, teñir canas, suavizar pieles, levantar partes caídas. Cambian los objetivos, pero no el mandato: siempre hay algo que corregir.

Hoy, cuando mi hija me pregunta si su cuerpo es ‘como debería ser’, entiendo por qué tenía que escribir esto. Porque quiero que ella herede libertad, no vigilancia.

Por eso, ni siquiera ser delgada es suficiente. No lo fue entonces, no lo es ahora. Porque el problema nunca ha sido el cuerpo que tenemos, sino el sistema que lo exige distinto, mejor, menos nuestro.

La violencia estética es exactamente esto: un juego diseñado para que nunca ganemos. Mientras seguimos sintiendo que estamos “al debe”, el sistema funciona impecable, alimentándose de nuestra inconformidad.

Entre mujeres nos reconocemos en estos microdolores. Todas hemos tenido ese tío, ese comentario, esa comparación, ese espejo injusto.

Y quizás la pregunta urgente no es qué debemos cambiar de nuestro cuerpo, sino cuánto más estamos dispuestas a seguir viviendo como si siempre falláramos, en vez de agradecerle al cuerpo que ya tenemos por todo lo que nos permite hacer.

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