Traductora Megan McDowell: “Son las autoras mujeres las que están logrando plasmar lo desilusionados que estamos con el capitalismo”

Oriunda de Kentucky, al sureste de Estados Unidos, esta traductora decidió venir a Chile en el 2004. Hoy se dedica a traducir al inglés –para que el mundo anglosajón pueda acceder a ellos–, a autores como Samanta Schweblin, Alejandro Zambra, Paulina Flores, Mariana Enríquez y Diego Zúñiga. Dice que "leer historias que nos saquen de nuestra zona de confort e interactuar con otro mundo, otros ritmos, otras costumbres, con personajes que no se nos asemejan y con historias que originalmente fueron escritas en otro idioma, solamente fomenta la empatía”. Y eso, en tiempos en los que se ha evidenciado aun más la inminente crisis migratoria, es fundamental.




El primer libro latinoamericano que recuerda haber leído es Rayuela, de Julio Cortázar. Tenía apenas 20 años y fue tanto lo que conectó con la novela que decidió tatuarse el juego tradicional en el brazo. Creció en Kentucky, al sureste de Estados Unidos, en lo que ella misma describe como un estado monolingüe, rural y homogéneo, en el que no conoció durante su infancia a ninguna persona de otro país. Hasta entonces, su único acercamiento a otras realidades y contextos había sido a través de las novelas clásicas rusas.

Un tiempo después, cuando descubrió la literatura latinoamericana, leyó a Borges, García Márquez y Vargas Llosa, y decidió aprender a hablar español. Quería ser editora de traducciones, porque según ella no iba a poder dedicarse a la traducción propiamente tal si es que no era perfectamente bilingüe. Fue después de trabajar en un centro cultural en Chicago, en el que interactuó con música y arte de la región del sur, que finalmente optó por irse de su país natal. Su primera opción, dada la fascinación con el autor trasandino, fue Argentina, pero un amigo le habló de Chile. Así llegó, en el 2004, a Valparaíso.

Hoy le atribuye sentido a su partida del hemisferio norte, pero en ese entonces solo quería vivir en otro lado e interactuar con otra cosmovisión. A los tres años volvió a Estados Unidos para hacer un magister y regresó a Chile siendo traductora. Y en este tiempo se ha dedicado a traducir al inglés –para que el mundo anglosajón pueda acceder a ellos–, a autores como Samanta Schweblin, Alejandro Zambra, Paulina Flores, Mariana Enríquez y Diego Zúñiga, entre otros.

Muchas veces le han preguntado ‘¿por qué debería leer obras traducidas? Si ya es suficiente con la literatura en inglés que no alcanzo a leer’ y frente a esa inquietud ella responde: “Siempre trato de poner en palabras por qué es importante leer literatura de otras partes, pero se me hace difícil porque para mí es evidentemente relevante que uno traspase sus propias barreras e interactúe con otras culturas, para conocer sus relatos y sus formas de pensar. Leer historias que nos saquen de nuestra zona de confort e interactuar con otro mundo, otros ritmos, otras costumbres, con personajes que no se nos asemejan y con historias que originalmente fueron escritas en otro idioma, solamente fomenta la empatía”. Y eso, en tiempos en los que se ha evidenciado aun más la inminente crisis migratoria, es fundamental.

¿Por qué es importante que la literatura latinoamericana, y el momento del que da cuenta, llegue a los países del norte? Especialmente si consideramos que son esos los países que colonizaron la región y que por ende tienen una visión estereotipada de sus poblaciones.

Es cada vez más importante. Hoy en día el español es clave en Estados Unidos; en Miami se habla un montón y en Nueva York también, por lo mismo es fundamental que los relatos de países donde se habla español lleguen a esos lugares. A su vez, aunque no me gusta generalizar, en Estados Unidos hay muchos prejuicios inconscientes con respecto a lo que es Latinoamérica, un poco por lo que se muestra en las noticias y porque en cierto sentido, y quizás inconscientemente, reina el ‘excepcionalismo norteamericano’ (lo que nosotros denominamos ‘American Exceptionalism’), que es una sensación transversal a la población estadounidense que piensa que ese es el mejor país del mundo y que todos quieren estar ahí. De hecho, la noción que tienen de Latinoamérica muchas veces es esa; que toda la región es pobre y que todos los latinos quieren vivir en Estados Unidos.

Cuando yo me vine a Chile, mi familia también me lo cuestionó, y es porque sin darse cuenta, cargan ciertos prejuicios y dan cosas por hecho. Chile tiene muchas fallas, pero se puede vivir acá, así como se puede vivir en otras partes del mundo. Tener acceso a las tradiciones literarias y las historias de otros países es una manera de revertir esos prejuicios.

Hoy en día hay en Estados Unidos dos corrientes incipientes que han tomado mucha fuerza; por un lado están los nacionalistas que tienen una tendencia hacia la exclusión y la xenofobia (que es lo que se ha visto con Donald Trump y sus seguidores), y por otro lado una tendencia hacia la diversidad, la inclusión y el intercambio cultural. La traducción, como disciplina, es parte de esa segunda tendencia.

Hay más lectores del mundo anglosajón que se interesan en la literatura de otras partes y quieren leer sus relatos, y eso surge desde la consciencia de que históricamente hemos tenido una mirada muy cerrada. Por lo mismo ahora se publican voces distintas que históricamente no han tenido espacio; voces que no son las de hombres blancos heterosexuales.

La traducción es para ti una herramienta de intercambio cultural, en tanto sirve para generar empatía y para derribar barreras. En vistas de acontecimientos recientes, como lo que pasó en Iquique o en la frontera de Texas, ¿cuál podría ser el rol de ese intercambio cultural?

Hay una idea tan arraigada en la cultura occidental, que proviene del capitalismo pero también del puritanismo estadounidense, que tiene que ver con que si alguien está en una postura de desventaja y es pobre o no tiene acceso a ciertos privilegios, es porque se lo merece. Porque hizo algo o, en su defecto, no ha hecho lo suficiente, y por eso está en esa posición. La suposición ahí es que esa persona es inferior.

Yo estoy convencida de que el arte, y en particular la literatura, es lo que nos hace cuestionar esa idea. Porque el lenguaje y las historias que nos contamos son una manera eficaz de comunicar nuestra subjetividad, y una vez que vemos la subjetividad del otro, lo asimilamos como alguien similar, independiente de lo distante o distinto.

En ese sentido, las historias son una manera de entender la humanidad de los otros y es vital para el desarrollo de la civilización que podamos ver la humanidad de aquellos que no se asemejan a nosotros y que vienen de otro lado. Gente que tiene más pero sobre todo gente que tiene menos. Cuando no entendemos eso, y no somos capaces de empatizar, surgen las situaciones desoladoras como las que vimos en Iquique y en la frontera de Texas. Es vital poder contar las historias de los que no han tenido espacio, traducirlas y cruzar las fronteras culturales, de clase e idiomáticas.

A su vez, la traducción juega un papel importante en el cambio de la escena literaria; la revitaliza. Porque da cuenta de otros ritmos y otras formas de comunicar. Hay una frescura y una inmediatez que tiene la traducción que es algo que yo sentí primero como lectora; me encantaba leer una obra traducida y sentir ese extrañamiento que te abre la cabeza.

Ahora estoy traduciendo Poeta Chileno (2020), de Alejandro Zambra, que es un libro muy chileno, con muchos modismos y conceptos locales. Me pregunto a cada rato cómo mantener ese chilenismo y cuánto de eso se puede efectivamente conservar. Hay palabras, hay ritmos, hay referencias culturales y tradiciones a un mundo muy específico, y trato de mantenerlo porque son importantes para el relato, pero para un lector en inglés, todo eso va sonar a extranjero. Pero eso es importante en sí.

¿Qué caracteriza a la literatura contemporánea de Chile?

La literatura chilena hasta hace poco le pertenecía a la elite; casi todos los autores reconocidos eran de clase alta. Pero eso ha cambiado y ahora hay voces, post dictadura, que tienen un discurso de clase, un tono más coloquial y que si bien no siempre escriben de política, hay algo de eso siempre presente. Estoy pensando en Zambra, pero también en Alia Trabucco y Nona Fernández, por ejemplo. En este minuto traduzco a muchas más autoras mujeres y hay mucha variedad entre ellas –en Chile hay una tendencia hacia el realismo y en Argentina hacia los fenómenos sobrenaturales, la ficción y la fantasía–, pero a su vez son las que están logrando plasmar la desilusión con el capitalismo que todas y todos estamos sintiendo.

Pienso en Paulina Flores, por ejemplo, que en su libro Qué Vergüenza (2015) tiene dos relatos que desde otra perspectiva y con otro desenlace cuentan algo similar; Talcahuano y Últimas vacaciones. Los dos dan cuenta de personajes humildes y de la periferia, y si bien en uno el personaje decide quedarse en ese mundo y en el otro decide salirse de ahí, los dos pierden. Esa sensación es una con la que todos nos podemos identificar. Esa desilusión con el sistema la estamos viviendo en todas partes.

Yo crecí leyendo a autores hombres e identificándome con sus personajes hombres, pero hoy estamos leyendo cada vez más a autoras mujeres y hay algo ahí, en leer la subjetividad femenina, que le da cierta urgencia a estas temáticas e historias hasta ahora invisibilizadas. Ahora que no son la excepción, hay todo un coro de voces femeninas que están diciendo cosas distintas pero que todas juntas logran plasmar y transmitir una sensación que le llega al nervio al lector.

¿Qué es lo que se pierde y qué se mantiene en una traducción?

Ahí falta la tercera pregunta, que es qué se gana. Como traductora soy muy minuciosa y cada vez que leo mi traducción hago muchos cambios y aprendo mucho más. Me dan terror las cosas que no sé, o lo que me salto y las referencias que no conecto. Es difícil, en ese sentido, decir qué se pierde, porque son las cosas de las cuales no tomo consciencia. A veces hay juegos de palabras o modismos que trato de mantener o recrear más bien, pero ahí podemos debatir si mi versión llega a la altura del original.

En cuanto a lo que se mantiene, siempre leo el libro antes de traducirlo (no todos los traductores lo hacen), y lo que hago es tratar de recrear la experiencia que tuve al leer ese libro por primera vez. Obviamente si yo leo un libro chileno, ya no lo estoy leyendo como lo haría un chileno, pero siempre me pregunto cómo lo leería esa persona. Y en mi traducción va estar metido ese extrañamiento, que es inevitable. Mi meta es tratar de guiar al lector, por eso a veces explico un término dentro del libro, lo que en inglés se denomina ‘stealth gloss’, o lo converso con el autor.

Y lo que se gana es un libro nuevo, en otro contexto, con otras resonancias, sentidos y significados, que muchas veces le llega al lector de otra manera.

La gente ama odiar a los traductores, porque sienten que estamos traicionando al autor, pero eso no es así; somos artistas que hacen lo posible para que ese libro tenga otro alcance y se lea e interprete en otro contexto, y nos preocupamos mucho de no traicionar al escritor. Un mundo sin traducciones sería un mundo cerrado.

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