Por Ignacio BrionesEl carácter de las reformas

En esta columna hemos insistido en la necesidad de reformas estructurales para dejar atrás la década de mediocridad que enfrenta Chile en distintos planos, desde ya, en el económico. La razón es simple: no cabe esperar resultados distintos en inversión o crecimiento sin incentivos distintos. Esos incentivos son reglas, y esas reglas son reformas que trascienden gobiernos. Las proyecciones de crecimiento para 2026 están apenas sobre el 2%, pese a las expectativas de cambio de signo del próximo gobierno. No hay bala de plata: para crecer más y de forma sostenida, se requieren reformas que señalicen un giro de timón y otorguen incentivos duraderos.
El próximo gobierno de José Antonio Kast (no tengo dudas de que será electo con holgura) tiene la opción de impulsar reformas estructurales; de futuro. Esas reformas exigen carácter: no solo la voluntad o ambición de avanzar, sino también —como recordó el expresidente Frei— la disposición a construir acuerdos amplios para lograr cambios perdurables que den estabilidad.
¿Cuáles reformas estructurales?
Hoy Chile necesita aumentar en 4 puntos del PIB su tasa de inversión solo para mantener la misma contribución al crecimiento que en décadas pasadas (dado el mayor stock de capital y el consiguiente mayor gasto en depreciación). Esto implica elevar la inversión desde el 24% al 28% del PIB. Para ello, dos reformas son urgentes.
La primera es hacer más competitivo el impuesto corporativo y simplificar el sistema tributario. Ello supone una rebaja fiscalmente compensada de la tasa hacia el promedio OCDE del 23%, junto con contratos de invariabilidad tributaria —para chilenos y extranjeros— que otorguen certezas de largo plazo. Y, para simplificar el sistema sin seguir coartando el crecimiento de las pymes, es deseable volver a un régimen integrado.
La segunda es abordar la “permisología”, verdadero impuesto a la inversión: solo reducir en un tercio los plazos equivale a 4 puntos de impuesto corporativo (Comisión Marfán, 2023). Destrabar permisos y simplificar regulaciones es clave no solo para las grandes inversiones, sino también para las pymes —sin espaldas para largos peregrinajes burocráticos— y para la inversión pública, demasiadas veces trabada por exigencias kafkianas.
Tras la reciente ley de permisos sectoriales —un valioso paso adelante— corresponde avanzar en permisos ambientales bajo los mismos principios ya legislados: costo-efectividad, simplificación, proporcionalidad, estandarización y predictibilidad. Sin relajar estándares, se requieren permisos más simples, expeditos y predecibles. Al alero del principio de proporcionalidad, también debiera reformarse la Ley Lafkenche y sus gravosas restricciones (Horizontal, 2025).
Un tercer ámbito de reforma es el empleo público. Urge un estatuto administrativo moderno y adaptable, al servicio del ciudadano, que reemplace la camisa de fuerza de 1989. Y es que, cuando no se pueden gestionar adecuadamente los recursos humanos, es difícil gestionar algo. El nuevo estatuto debiera contemplar contratos indefinidos con indemnización (como cualquier chileno), ingreso y progresión por mérito, evaluaciones reales con premios por un buen desempeño y desvinculación por uno malo. También debiera reducir los cerca de 3.000 cargos discrecionales de gobierno y el cuoteo político asociado, contrario al mérito y permeable a la corrupción.
Otra necesaria reforma es introducir mayor adaptabilidad en nuestro Código del Trabajo. Tenemos un desempleo estructuralmente alto que hemos normalizado: en promedio sobre el 7% en la última década (excluyendo pandemia) y hoy en el 8,5%. Ello no solo responde al ciclo económico, sino también a reglas laborales rígidas, poco preparadas para la transformación tecnológica del XXI. La sustitución de trabajo por capital es hoy más fácil y rápida, destruyendo ciertos empleos y creando otros que requieren nuevas competencias. A esto se suma que muchos trabajadores demandan mayor conciliación y flexibilidad. De ahí la necesidad de modernizar la regulación en pos de jornadas, funciones y modalidades más flexibles, permitiendo a empresas y trabajadores adaptarse sin sacrificar protección y, sobre todo, reducir el desempleo —la mayor desprotección.
Finalmente, la madre de las reformas estructurales es la del sistema político. Las reformas procrecimiento y sociales requieren reglas que incentiven la cooperación y los acuerdos entre actores que compiten. Las actuales fomentan la fragmentación y el “discolaje”, dificultando avanzar en reformas necesarias. La propuesta de la Comisión Experta en el fracasado segundo proceso constitucional debiera ser la base para, de una vez por todas, avanzar en esta dirección.
Ninguna de estas reformas es sencilla, máxime en un Congreso sin mayoría. Exigen visión de Estado y la capacidad de convocar acuerdos amplios para sacarlas adelante. Ese es, a fin de cuentas, el carácter que hace posibles reformas ambiciosas y duraderas. Y es también el camino al que todos debiéramos contribuir.
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