¿La apuesta intercultural sin el mundo indígena? Por una Educación Intercultural para el küme mogen (bien vivir)


La puesta en acto de la interculturalidad y de lo que culturalmente implica, se ha desarrollado desde una perspectiva más bien funcional e instrumental a los intereses del Estado, sin considerar desde el inicio a nuestros pueblos originarios y sus saberes ancestrales. Una educación intercultural pensada para el mundo indígena y no para la totalidad de la población.

Este concepto de interculturalidad en el campo educacional chileno apareció en el contexto del programa de Educación Intercultural Bilingüe a comienzos de la década de los noventa, y a propósito de la conmemoración del V Centenario de la llegada del conquistador europeo a América, conocida hasta ese entonces por los pueblos originarios como Abya Yala.

Una verdadera educación intercultural puede ayudar en la búsqueda de caminos para superar esencialismos indigenistas, racismos sociales, y de este modo, superar el precario conocimiento y reconocimiento de unos y otros para una mejor convivencia. Hoy, más que en otros tiempos, requerimos de normas posconvencionales construidas dialógicamente que gocen de legitimidad en los diferentes contextos y comunidades.

La interculturalidad, en palabras de Fidel Tubino (sacerdote, abogado y profesor universitario peruano), es aquella actitud cognitiva y práctica de vida que debe cultivar tanto cualquier ser humano que quiera compartir vida y mundo con su semejante en condiciones de igualdad como cualquier sociedad que no renuncie al ideal de convertirse en un lugar de buena convivencia social y de justicia cultural. En términos educativos, un espacio privilegiado para la justicia curricular.

Indígenas aimaras caminan en las orillas del río Silala en el altiplano andino.

No obstante, en Chile hemos asistido a una educación históricamente monocultural que desconoce la riqueza de la diversidad cultural y territorial de nuestro país. Esta homogeneización cultural llevada a sus extremos por la globalización y un pensamiento único que absorbe lo diverso, es “alterofóbica”. Esta alterofobia cultural se expresa, por ejemplo, en la frecuente exaltación de la barbarie y salvajismo ajenos y en la minimización de la barbarie propia. Algo parecido a lo que expresó alguna vez el filósofo existencialista francés Jean Paul Sartre: el infierno son los otros.

La educación chilena se ampara en la idea de que somos un estado, una nación y una sociedad, universalizando, principalmente a través de la educación, formas de vida y esquemas de pensamiento propios de la tradición occidental europea, invisibilizando y excluyendo el valor de otras formas de vida y modelos de pensamiento propios de otras culturas. Esta forma de violencia no solo ha sido materialmente evidente, sino también sutil, y ha operado de diferentes formas a través de mediaciones, lenguajes y dispositivos sociales diversos.

Cuando se excluye sistemáticamente las lenguas y las culturas de los pueblos originarios de los espacios públicos, cuando la educación pública promueve procesos forzados de aculturación indiferenciada y cuando se desestructuran los ethos de los pueblos. Más aún, mediante la transformación del Pueblo Nación Mapuche en comunidades indígenas con nombres propios (a través de las mercedes de tierras) para así obtener beneficios fiscales después de la ocupación de la Araucanía (Waj-mapu) en 1881. Sin embargo, esta violencia directa y también simbólica, basada en la homogeneización cultural, ha generado efectos contrarios, tal vez no deseados. Ha originado la revitalización sociolingüística, la esencialización reactiva de las culturas originarias, deseos de decolonización, resurgimiento de ancestralismos, fundamentalismos étnicos, renacimientos de identidades culturales locales, etc. Visto así, hemos llegado aparentemente a un callejón sin salida, pero la salida solo está en el mismo callejón: el diálogo de saberes, el reconocimiento de lo hecho y no hecho y el diálogo intercultural.

La tarea del presente no es solo educativa, sino también política y social, se trata de construir las condiciones simétricas para un diálogo social basado en la valoración y respeto por la alteridad. La interculturalidad no es una etiqueta, es una práctica social, una manera de convivir en los territorios que cohabitamos. No es solo una categoría epistémica o teórica, sino una propuesta ética.

Foto: AP

Creemos que la educación intercultural es uno de los métodos ético-políticos y pedagógicos mediante el cual las sociedades actuales, especialmente aquí en Abya Yala y sus respectivos estados, logren transformar de manera real, auténtica y radical el statu quo de “mala convivencia” en una “buena convivencia”. Aprender a coexistir en una comunicación armónica es el gran desafío de la convivencia humana, la tarea ética-teleológica por excelencia. El respeto por la alteridad, saber que no siempre llegaremos a consensos y que podemos avanzar en y desde la diferencia, es, en este sentido, una noble virtud que se aprende y que, por tanto, puede ser enseñada, modelada y promovida en las prácticas sociales cotidianas y especialmente en las esferas educativas. Tanto en la esfera privada como en la vida pública necesitamos esa experiencia subjetiva para vivir, que desde la fenomenología husserliana se conoce como Lebenswelt (Mundo de la vida).

La convivencia intercultural parte de la premisa de que se debe postergar el impulso egocéntrico e implica, incluso, trascender la idea de tolerancia (resistir, aguantar o soportar al otro sin dañarlo, pero a la vez, sin reconocerlo como otro legítimo). La actitud intercultural como consecuencia de una verdadera educación intercultural debe emanar de un proceso formativo desarrollado en la práctica cotidiana, hoy ausente o tenuemente presente en las escuelas, colegios, liceos y universidades de nuestro país.

La aceptación de la diversidad cultural es una disposición caracterial que se adquiere y construye progresivamente, no se nutre en la mera empatía, ni se basa en la semejanza. Entonces, quien no comprende esta cuestión condiciona el diálogo a la aceptación de lo propio. Amparado en el insostenible argumento de que no comparte sus valores, excluye al otro –por ser otro- de la deliberación política y del diálogo interpersonal. Lo contrario a lo que plantearía el filósofo lituano Emmanuel Levinas, quien escribe al Otro siempre con una O mayúscula. Nos dice que el Otro soy yo, y que yo siempre debo estar para el Otro con la expresión “Heme aquí para ti”, una máxima dialógica vital para esa convivencia que necesitamos. En ese sentido, también adquiere especial actualidad esa notable autocrítica de máxima humanidad escrita por Fiodor Dostoievski en Los hermanos karamazov: “Todos somos culpables, por todo, ante todos, y yo más que todos”.

Asumir esta concepción de educación intercultural resulta emancipador. Sin embargo, no es la interculturalidad funcional raptada por las estrategias políticas de Estados o grupos hegemónicos que buscan instalar el orden de sus intereses, sino una interculturalidad crítica anclada y sedimentada en los intereses y ethos de los pueblos originarios. Lo cual no es una ideología sino, sobre todo, una disposición de ánimo (como diría Kant), una disposición ética que mueve y motiva el ejercicio de la mutua transformación en solidaridad y para la más plena vida de todos y todas. En otras palabras, una especial valoración por el respeto, lo que en mapunzugun se denomina küme mogen (buen vivir).

*Juan Mansilla, Decano Facultad de Educación UC Temuco

**Lorena Medina, Académica Facultad de Educación UC

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