Después de la subsidiariedad

16 Abril 2020 Fachada la Moneda Foto : Andres Perez

La Constitución actual pareciera centrarse en un disputa ideológica acerca del tamaño nominal del sector público, descuidando tanto su tradicional misión de conservar los frenos y contrapesos implícitos en la doctrina de separación de poderes, como la de proteger la sostenibilidad fiscal.



En 1982 fue estrenada la película Fitzcarraldo, donde un aventurero irlandés y amante obsesivo de la ópera, intenta construir un teatro en la mitad de la selva amazónica. Como todo buen plan delirante, la empresa fracasa estrepitosamente. Después de numerosos intentos, el aventurero termina sin teatro, sin fortuna, y realizando una única función improvisada en la cubierta de un oxidado barco a vapor. La escena final de la película, muestra el barco repleto de músicos que parece hundirse lentamente, mientras se aleja río arriba interpretando Ernani.

Nuestra actual Constitución también se estrenó a principios de los ochenta y una de sus obsesiones eran las empresas públicas. Al igual que con los sueños de Fitzcarraldo, sin embargo, el resultado final es bastante menos satisfactorio que los delirios iniciales.

Por una parte, el denominado principio de subsidiariedad suele utilizarse para constitucionalizar un debate esencialmente político. Desde la posibilidad de repartir periódicos gratuitos en la red de metro, hasta la continuidad de una carbonífera estatal en crisis o la capacidad de las empresas mineras para desarrollar patentes, llevamos décadas discutiendo sobre política industrial ante nuestros tribunales. El problema es que, ellos muchas veces carecen de las herramientas para aproximarse a estas materias, y muchas otras están comprometidos ideológicamente con alguna de las posiciones en disputa. Basta revisar los manuales escritos por Iván Aróstica, hasta hace poco presidente del Tribunal Constitucional, quien sostenía que los gobiernos democráticos de la década de los noventa tenían el deber constitucional de continuar el programa de privatizaciones iniciado por Pinochet. El debate sobre la orientación y tamaño de nuestras empresas públicas pertenece al Congreso; y en última instancia, corresponde que se decida electoralmente, según el modelo de desarrollo que elija la ciudadanía.

Por otra parte, esa misma práctica constitucional permite que permanentemente se erosionen los fundamentos de nuestras finanzas públicas. La constitución actual prohíbe que las empresas públicas sean financias con deuda fiscal. El objetivo es evitar el conflicto de intereses que se produce cuando el Fisco presta dinero a sus propias empresas.

Al final del día, si el Estado va a entregar recursos a una empresa pública sin expectativas de una devolución efectiva, nuestra doctrina de separación de poderes típicamente exigiría tramitar una ley ante el Congreso y convencer a los representantes de la ciudadanía acerca de la conveniencia de esta medida. Ahora bien, la prohibición suele interpretarse de una manera bastante flexible, señalando que habría una diferencia entre un crédito directo, y las situaciones donde el Fisco actúa solamente como el aval de la deuda que una empresa pública contrae con una institución privada. En los hechos, sin embargo, esa diferencia es absurda. Es cosa de mirar la ley de presupuestos para comprobar que los bonos emitidos por muchas empresas públicas se pagan año a año con ingresos fiscales corrientes, bajo el eufemismo de una glosa denominada “servicio de deuda”. Más aún, las clasificadoras de riesgo de esos mismos bonos señalan explícitamente que, si bien el negocio a financiar sería deficitario, la garantía fiscal permite aprobarlas.

En definitiva, la Constitución actual pareciera centrarse en un disputa ideológica acerca del tamaño nominal del sector público, descuidando tanto su tradicional misión de conservar los frenos y contrapesos implícitos en la doctrina de separación de poderes, como la de proteger la sostenibilidad fiscal.

Es de esperar que la práctica que comience con la nueva Constitución haga una mejor tarea. Menos delirios propios de un ópera, más atención a los detalles.

*Por Diego Pardow, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y presidente ejecutivo de Espacio Público.

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