Un hombre en un tractor

Catrillanca Temucuicui

El miércoles, en La Araucanía, Catrillanca fue asesinado por alguien, por una persona que disparó esa bala entera o fragmentada que lo alcanzó en la nuca. Eso no es indeterminado, es específico. Como en el caso de los Luchsinger-MacKay, al final del rastro hay un homicida y lo primero que importa es conocer esto. En un Estado democrático que le asigne un valor particular a la vida, el asesinato de una persona significa, primero, un causante, y solo después, unas atenuantes o agravantes. El gobierno tendría que empeñar aquí todo su poder.



Sucedió. Si alguien creía que nunca iba a ocurrir, habrá constatado en la tarde del miércoles que estaba viviendo en un universo paralelo, una distopía poblada por puras intenciones. En un territorio con hombres armados, siempre hay alguien que usa las armas. Siempre. Esa pulsión es más grande que la historia.

En la tarde del miércoles, un hombre a bordo de un tractor, Camilo Catrillanca, de 26 años, cayó asesinado por una bala –fragmentos de una bala, según informaciones extraoficiales- mientras conducía un tractor. Las pocas imágenes que se conocen del incidente sugieren que Catrillanca se vio atrapado en un espacio de fuego cruzado. Una zona de hombres armados usando sus armas. Unos eran de la policía; los otros, según la misma policía, desconocidos que los estaban atacando. "Desconocidos" es aquí un eufemismo para decir grupos de mapuches armados. Si no lo fueran, si fueran extraños usando armas en el territorio de una comunidad mapuche, las cosas podrían ser bastante peores.

Pero si lo son, tampoco mejoran mucho. A menos que se tenga dispensas especiales, ser un mapuche, un huinca o un chino que usa armas largas en el territorio de Chile es estar al margen de la ley. Incluso, un policía que las usa en forma injustificada también está al margen de la ley. Si hubo un enfrentamiento, un cruce de disparos, Catrillanca sería víctima de lo que el Informe Rettig llamó "clima de violencia política", que describía las muertes de personas en contextos donde sería imposible determinar a los culpables. Pero de eso hace casi 30 años y hoy existen los instrumentos periciales para saberlo.

El miércoles, en La Araucanía, Catrillanca fue asesinado por alguien, por una persona que disparó esa bala entera o fragmentada que lo alcanzó en la nuca. Eso no es indeterminado, es específico. Como en el caso de los Luchsinger-MacKay, al final del rastro hay un homicida y lo primero que importa es conocer esto. En un Estado democrático que le asigne un valor particular a la vida, el asesinato de una persona significa, primero, un causante, y solo después, unas atenuantes o agravantes. El gobierno tendría que empeñar aquí todo su poder.

La versión oficial sostiene que la policía ingresó al terreno de la comunidad Temucuicui persiguiendo el robo de los autos de unas profesoras de una localidad vecina. Ese es un delito miserable en una zona rural y no parece razonable alegar que lo persiguió una unidad de capacidades desproporcionadas, como han sugerido dirigentes políticos con liviandad de aficionados. La policía está para perseguir -y ojalá impedir- delitos, no para dejarlos pasar.

Otra cosa es que sea "imprudente" -como también se ha dicho- que la policía ingrese a una comunidad considerada "peligrosa" o "sensitiva", como ha sido Temucuicui. En Santiago hay sectores poblacionales donde la policía evita ingresar por razones similares. Pero renunciar a eso significa que el Estado abandona el control del territorio.

Y esto se acerca al punto de fondo: para ciertos grupos de mapuches -ya se sabe que no son todos-, el Estado de Chile carece de derechos en los territorios que fueron mapuches antes del siglo XIX, incluso antes del siglo XVI. El Estado de Chile es un invasor y hoy, una fuerza de ocupación, como dicen los palestinos en Israel, como dicen los secesionistas en Cataluña, como decía el IRA en Irlanda del Norte. Contra ese Estado se libra una guerra que lleva tantos años como su misma existencia, es decir, algo más de 200.

Esta es la posición más radical, una palabra apropiada, porque describe la intención de llevar las cosas hasta la "raíz", tanto si se la entiende en su variante histórica como en su enfoque político. Es posible que esta posición solo identifique a algunos grupos mapuches, a los que no se reconocen como chilenos, que reclaman ser tratados como otra comunidad, con su propio territorio y sus propias normas. Pero son ellos los que están dictando el curso del conflicto.

La pregunta entonces es: ¿Cuál es la solución para esa guerra? ¿La partición de eso que conocemos como el Estado de Chile? ¿La creación de otro ente, un Estado, una República, un reino, un territorio autonómico, una región especial? No hay sinceramiento ni acuerdo sobre estas opciones. Ni en el Estado de Chile ni entre el pueblo mapuche, cuya singularidad cultural consiste en que pueden existir tantas posiciones como comunidades.

Mientras el desacuerdo persiste, prevalecen en La Araucanía hombres armados. El holocausto de Camilo Catrillanca clama por la urgencia de desarmar la región. Pero no es muy conducente pedirle al Estado que saque de allí a sus hombres armados cuando se producen atentados, incendios, asaltos, incluso algún asesinato, cometidos por otros hombres armados.

La experiencia universal muestra que crímenes como el de Catrillanca, cualquiera que sea su autor, son resultados deseados por los grupos radicales: aumentan la polarización, incrementan el apoyo a su causa (sin distinguir la forma en que ésta se entienda), alimentan el odio. Y eso…

Es un juego de suma cero. Nadie puede moverse, nadie puede salir de la trampa. La confianza y la credibilidad se manchan de sangre. Si el ministro Alfredo Moreno iba logrando avanzar en su Plan Araucanía, no cabe duda de que esto lo desestiba, entre otras cosas, porque devuelve el conflicto araucano al primer lugar de la agenda pública, cuando parecía estar transitando hacia un terreno más fértil de diálogo. Una posible clave de un plan exitoso es que avance más en la realidad concreta que en el espacio medial. La Araucanía no es un mapa con zonas frías y calientes: es un territorio habitado por personas que están viviendo en un estado de violencia que cuando no estalla, late. El resto de los chilenos no vive así: su percepción sobre lo que pasa allí es meramente ideológica.

Los intelectuales mapuches que suelen describir con brillo la situación de opresión que ha vivido su pueblo, así como los políticos y ministros que declaman soluciones ampulosas a las injusticias, rara vez responden a la pregunta precisa de cómo sacar de en medio a los hombres armados. En todo momento de radicalización de la historia ha ocurrido lo mismo: o responden los radicales o se escabullen los moderados.

Y entonces, ¿qué decirles a los sobrevivientes de Catrillanca, a sus familiares y amigos? ¿Que no hay respuesta para su crimen?

Sería como un doble asesinato.

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