Altofobia (o las razones para temer a los altos)

ALTOFOBIA

En tiempos en que definimos un nuevo contrato social, los altos están pasando bajo el radar. Esto es privilegio puro. No hicieron nada para ser altos, pero aún así se llevan muchas bondades.


Existe un trecho de Av. Providencia, ese que va desde Tobalaba a Los Leones, que parece suspendido en 1976. Un vortex. Alineadas ahí uno ve viejas tiendas de artículos de oficina, peluquerías para caballeros, además de locales de ropa interior que no han sido capaces de cambiar el cubrepiso gastado, probablemente instalado ahí antes de que volviera la democracia. Cada vez que se ha puesto un bar o una tienda en el sector con intención de innovar, el intento ha fracasado, teniendo que cerrar cortinas para que siga mandando el imperio del viejo comercio de calle.

En algo como eso iba pensando mientras caminaba esas cuadras de regreso a casa desde el trabajo, cerca de las 20 horas de un día de semana del Santiago preestallido. Iba en eso cuando siento un empujón a la altura de los hombros fuertísimo y sorpresivo, que casi me desestabiliza. Fue raro, porque confirmé que en situaciones límite uno piensa un par de cosas, muy rápido, en apenas fracciones de segundo. Y lo que mi voz interna pensó ese momento y le dijo a mi yo externo fue esto:

1- Te quieren pegar y vas a tener que aperrar. Reincorpórate lo antes posible y evalúa si hay que defenderse.

2- No pasa nada, lo más probable es que sea un amigo que te agarró por sorpresa y ahora hay que saludar y tirarle una puteada amistosa por el mal rato.

Como siempre, el pesimista y el optimista teniendo un debate flash, justo en medio de lo que parecía la hora final.

Lo que ocurrió no encajó en nada de lo que pasó por mi cabeza, pero sí fue una experiencia amarga. Esto es lo que siguió. Después del empujón, me reincorporo rápido, algo asustado, pero con un inevitable subidón de adrenalina. Y lo que veo es un tipo de veintitantos, quizás 30, grande y alto, de casi 1,90, puteándome en mute, porque yo iba escuchando música con mis audífonos y no escuchaba nada de lo que gritaba. El bonus track es que quien debió ser su novia, lo agarraba de un brazo mientras el muchacho ladraba para atrás. Por lenguaje corporal, ella apoyaba las puteadas y la violencia previa de su novio.

Y bueno. Mientras yo le hacía un gesto con las manos de "qué te pasa, pelotudo", se vino mi segunda corriente de pensamiento: ¿Qué hice mal para que alguien decida empujarme así? Porque cuando a uno lo tratan con violencia sin motivo aparente alguno, uno automáticamente piensa en qué hizo para merecerlo. Así que me puse a descartar qué era lo que había hecho mal en las leyes de etiqueta callejera. Rápidamente taché haber ido caminando en zigzag, uno de los grandes pecados de los peatones hoy en día, sobre todo de los que van mirando su celular. Eso no era, porque puedo asegurar que iba caminando en línea recta. También descarté que la vereda fuese muy estrecha, porque pasando Holanda hacia abajo, espacio hay. Ellos fácilmente me podían pasar por el lado. Eso, hasta que llegué a una posible causa de la molestia del grandote. Mientras caminaba escuchando música, iba fumando un puro, de esos delgados y aromáticos. En mi repaso mental lleno de culpa y autocrítica es lo único que se me ocurrió. Efectivamente, hay gente muy sensible al humo, pero ahí vino mi tercera corriente de pensamiento: ¿Es fumar en un espacio público y abierto suficiente razón para empujar a alguien y luego putearlo? Y mi autorrespuesta fue que nada, pero nada, justifica esa reacción. Si es por eso, uno tendría permiso para ametrallar a los ciclistas de vereda o a los que andan en monopatines eléctricos, también por la vereda, o a los que fuman cosas más fuertes también.

Liberarme de culpa me hizo sentir más rabia y me dieron ganas de venganza. Al menos por una larga cuadra, hasta Los Leones, seguí a la pareja con ganas de pedir una explicación, pero también con ganas de camorra. El problema es que, de haber camorra, iba a pérdida total. No solo el muchacho era un ropero, su novia también. Probablemente ella sola me daba una zurra.

Separamos caminos con la parejita y me fui mascando rabia hasta mi casa. Recordé una escena de una película de Linklater, Dazed and Confused, cuando un ñoño tuvo un altercado con un rocker durante una fiesta y acumuló enojo y valor para ir a encarar al rocker y pegar el primer golpe para, tristemente, ser exterminado a puñetes. "En plena Providencia", pensé, "pude haber sido el ñoño, masacrado y humillado". Y luego pensé en los altos. ¿Me habría empujado este muchacho de no haber sido alto y grande? ¿Me habría puteado? Tal vez sí, pero la respuesta más probable, por lejos, era que no. El ropero ese no hizo más que ganar por intimidación, lo que ocurre en cosas más mundanas como cuando un alto te corta el paso en la calle o en un bar. A veces sin querer, otras veces con intención, porque los altos son el equivalente de esos conductores de camionetas Ram gigantes. Algunos pasan tirando la máquina encima y otros son más respetuosos de su entorno.

Lo peor de todo es que ni siquiera soy bajo. La estatura promedio en Chile es 1,71. Yo estoy en 1,78: de la mitad de la tabla para arriba. En cupo de sudamericana. Así como uno siempre es el cuico o el flaite de alguien, también debe pasar que soy más veces el alto que el bajo de alguien, al menos en territorio nacional. ¿Qué pasa entonces con los hombres más bajos? ¿O con casi todas las mujeres que han tenido que sufrir la dictadura de la altura? Estoy lejos de la victimización, porque mido unos centímetros sobre el promedio. Pero es muy probable que los grupos de los que hablo hayan soportado varias humillaciones más que la que me tocó vivir.

En tiempos en que definimos un nuevo contrato social, los altos están pasando bajo el radar. Esto es privilegio puro. No hicieron nada para ser altos, pero aún así se llevan muchas bondades. De partida, ganan más por medir más y también optan a mejores posiciones. Googleen tranquilos. Un dato al aire. Desde 1830 ningún presidente de Estados Unidos ha medido bajo la media del país. Los altos, en general, también son más atractivos para las mujeres. Cuando estaba en estas apps de citas vi a muchas pedir estaturas mínimas, que iban desde un austero 1,75 hasta 1,85 las más audaces. Nunca vi una que dijera "busco hombre de menos de 1,70". Nunca.

Lo sé, es difícil corregir esta desigualdad. No los podemos achicar, tampoco les vamos a cobrar más impuestos. Lo único que pido es que sean conscientes de su tamaño y que dejen de ganar por intimidación en espacios públicos.

Haciendo el balance final, en lo único que pierden es en bailar. Es como si les sobrasen extremidades, como si no supieran qué hacer con las piernas y con los brazos. Salvo un amigo (tengo que ser justo) nunca he visto a un tipo de más de 1,85 bailar decentemente. Y está bien, está muy bien. Algún costo tienen que pagar.

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