Columna de Marcelo Contreras: Festival de Viña, démonos un tiempo

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Un año sin festival de Viña servirá no solo para extrañar la única gran fiesta de la cual todos opinamos durante una semana, olvidando la contingencia en una catarsis colectiva, sino para fortalecer una estructura que se estaba agrietando a pasos agigantados.


Viña no tiene festival por primera vez desde 1960 y más allá de la desazón de la autoridad local por los efectos comerciales, la pausa puede significar una oportunidad para un evento que en los dos últimos años ha sembrado dudas. Tras el notable ciclo de Chilevisión, que le dio nuevos bríos al veterano evento entre 2011 y 2018, la etapa con C13 y TVN ha sido pálida y paradigmática del bajísimo momento de la industria televisiva chilena.

El primer año, con la llegada de la productora T4F + Bizarro a cargo de la contratación de artistas, hubo notorios atrasos en la parrilla. No ficharon a Luis Miguel en pleno renacimiento gracias a la serie de Netflix por aprehensiones sobre su comportamiento, finalmente infundados tras la impecable presentación del astro en el Movistar Arena a pocos días del festival. En esa misma versión, el desatino de subdividir la galería con una gruesa reja metálica enardeció al público. La otrora querida tía Coty fue mentada cada noche con cánticos y gritos, nublando aún más el clima del flojo verano 2019 con un 30% menos en la afluencia turística en la ciudad jardín, según datos de Sernatur.

Este año, con el 18-O fresco y palpitante, el festival vivió la noche inaugural más tensa de su historia con el recinto sitiado y caos en los alrededores. La fiesta musical se convirtió en un encuentro incómodo en medio de un ambiente de demandas por cambios sociales profundos. Viña pareció frívolo y fuera de lugar.

El festival también necesita nuevas estrategias que afronten el progresivo desinterés de los medios, partiendo por la propia televisión que abandonó la cobertura por sus costos. A su vez, la comuna necesita reencontrar la vocación turística extraviada en los últimos años, con su espectacular borde costero a mal traer y escasa oferta nocturna. La ciudad juvenil y vibrante que solía ser Viña del Mar en verano se ha desvanecido.

No cabe festinar con esta pausa como señal de un irremediable fin porque aún es el único gran hito artístico internacional que Chile ha producido bajo sus propios códigos, capaz de proyectarse en el tiempo con inapelable respeto en toda Hispanoamérica. Tampoco es el primer gran evento suspendido. Los festivales del mundo entero enfrentan lo mismo.

Un año sin festival de Viña servirá no solo para extrañar la única gran fiesta de la cual todos opinamos durante una semana, olvidando la contingencia en una catarsis colectiva, sino para fortalecer una estructura que se estaba agrietando a pasos agigantados.

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