El día en que el cine volvió a Japón: levantar una industria desde las cenizas de las bombas

Los siete samurais, de Akira Kurosawa

Con el final traumático de la Segunda Guerra Mundial que dejó buena parte de la infraestructura del país devastada, el alicaído cine japonés inició un complejo proceso de recuperación. En principio bajo parámetros y exigencias de los ojos occidentales que ocuparon el país, la producción local se sostuvo en el trabajo de una nueva generación de cineastas (Kobayashi, Miyazaki, Inamura) quienes se hicieron cargo de la mayor demanda local y generaron un lenguaje particular. El libro Memoria y paisaje en el cine japonés de posguerra, de reciente publicación, reúne una serie de ensayos que analizan a fondo el proceso.


Por una semana, todas las salas de cine de Japón mantuvieron sus puertas cerradas. Ocurrió tras la capitulación del país frente a los estadounidenses en septiembre de 1945, mientras todavía resoplaba el pavor de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagazaki. Terminaba así la Segunda Guerra Mundial, pero también una era. En adelante, el país del sol naciente transitó hacia una modernización con sabor occidental. Y para eso necesitaba de todos sus escasos recursos disponibles.

Junto a la sombra larga de la destrucción entraron las fuerzas vencedoras, las que estiraron su permanencia en tierra nipona hasta 1952. Una de las primeras ocupaciones del general Douglas McArthur, quien era el comandante a cargo, fue delimitar una política de control sobre la cinematografía local, que tras la guerra salió con los principales estudios casi intactos, pese a que los bombardeos aliados destruyeron 513 salas.

En adelante, cuentan los estudiosos del tema como Antonio Santos, la industria japonesa del cine debió regirse bajo estrictos parámetros que buscaron transmitir a la audiencia la imagen de un nuevo país, pacífico y esforzado, que se abría a la democracia liberal gracias al esfuerzo individual. Y en cambio, dejaba atrás al militarismo y las referencias a prácticas perniciosas al ojo occidental, como el suicidio ritual y la venganza. Todo aquello que sonara a revanchismo, caía bajo la censura que funcionó tan implacable como en el período nacionalista anterior.

Por ello, esa época fue decisiva en la formación de cineastas tan renombrados como Hayao Miyazaki, Masaki Kobayashi o Akira Kurosawa. La obra producida por estos y otros artistas, en ese contexto, es el tema que cruza el libro Memoria y paisaje en el cine japonés de posguerra (Ediciones UC, 2020), publicado en noviembre del año pasado bajo la edición de los académicos Pedro Iacobelli y Claudia Lira.

Se trata de un volumen que reúne trece ensayos de diferentes autores, en que desde diferentes perspectivas (desde la historia, hasta la estética y las artes) diseccionan temas tan variados como las características del cine de autor (en casos como Ozu, Imamura, Yoshida, entre otros), las representaciones de género, el uso y la incidencia de los espacios, una mirada sobre el animé y hasta hay lugar para el trabajo en el género documental.

Pese a los diferentes temas y tensiones que abordan los textos, hay dos asuntos que articulan el plan de la obra. Por un lado, los estudios toman un período en que forzosamente, el país se enfrentó a la reconstrucción de su memoria histórica, ya que se le cercenó parte de su pasado en pos de generar un nuevo relato hegemónico, a tono con el impuesto por los vencedores. De alguna forma, desde sus proposiciones estéticas, el cine articuló ciertas respuestas en torno a ese proceso.

Así, hay miradas propias sobre varios asuntos. Por ejemplo, el desamparo (Historia de un vecindario, de Yasujirô Ozu), el sentido colectivo del héroe (Los siete samuráis, de Kurosawa), e incluso una visión crítica sobre el pasado (en creadores afines al pensamiento de izquierda) que permeó hacia un cine de corte más social (Cerdos y acorazados, de Shôhei Inamura), donde incluso se generó una corriente neorrealista que desplegó en la marginalidad (espacial y económica), parte de su ideario.

El cineasta japonés Yasujirô Ozu

Con el tiempo, la apertura fue tal que hasta alcanzó para generar nuevas formas de hacer películas. En su capítulo sobre el tema, Antonio Santos explica que un género antiguo como las películas sobre madres (haha-mono), fue desplazado por las películas sobre esposas (tsuma-mono), es decir, ofrece un cierto protagonismo a la mujer. Y por otro lado, acaso a tono con la época, también surgió una corriente local de películas sobre monstruos nucleares (kaiju eiga) que tendrá repercusión en otros rincones.

Por otro, está la reflexión sobre el paisaje. En la introducción del libro, se explica que el vínculo con la naturaleza, muy presente en la cultura japonesa -por ejemplo, en el cultivo de sus jardines- es relevante en la creación artística porque la experiencia sensorial está ligada con la memoria. Una relación que en la posguerra contenía una carga traumática tras el feroz bombardeo atómico.

“Estas sensaciones del paisaje, percibido en movimiento y, por ende, en constante mutación, va a ir construyendo un repertorio de cánones estéticos que irán cultivando el gusto y dando forma a las nociones de belleza que guiarán la teoría del arte tradicional y, sobre todo, quedarán plasmados en las obras de arte”, escriben Iacobelli y Lira.

Una escena de Cerdos y acorazados, de Shôhei Inamura

Si hubo un tipo de producción en que esta noción se hizo patente, fue el animé. Aunque en el país hubo trabajos en ese género que datan incluso de principios del siglo XX, el período de posguerra verá florecer una industria que pese a la evidente influencia occidental (el estreno de Blancanieves recién en 1950 fue todo un acontecimiento en las islas), se movió entre algunos ejes temáticos propios.

Por una parte, se trabajaron propuestas que encajaron con el impulso del país por consolidarse como productor de alta tecnología. Es decir, más que hablar de un presente, se habla de un continuo temporal con apariencia de futuro en que la modernización estaba incorporada totalmente a la sociedad. De allí derivan clásicos que consumieron los niños chilenos en los ochentas como Capitán Futuro, Mazinger Z, Robotech, entre otros.

“De este modo se le proponía al pueblo japonés un futuro prometedor luego de la devastación de la guerra, donde las heridas de la bomba podrían olvidarse para mostrar, a su vez, una cara de la tecnología más amable y prometedora para quienes habían sufrido los embates del conflicto armado”, detalla Eduardo Elgueta, a cargo del capítulo sobre el tema.

De otra, el paisaje natural e inmaterial -ligado al folclore y la mitología-, son los campos en que se despliega buena parte de la imaginería de Studio Ghibli, la célebre productora levantada por Miyazaki y Takahata. Los largos planos en que se aprecia alguna manifestación de la naturaleza son un sello de sus películas, y tienen una motivación en particular. Es “una manera de hacernos participar del sentimiento que muchas veces mueve a sus protagonistas durante las hazañas que constituyen la narración del filme”, explica Elgueta.

Pero en su conjunto la industria se recuperó con una velocidad asombrosa. En el texto se detalla que pese a la censura y a los incipientes conflictos laborales entre los estudios con sus trabajadores, la producción local subió de 69 filmes en 1946, a 302 en 1953. Ello se sustentó en la recuperación de las salas y el estímulo de la demanda interna. Una nueva generación de cineastas tomó la posta y le tocó trabajar un cuerpo de valores estéticos y artísticos que hablaba directo a las tensiones que cruzaban la sociedad del momento. Valga como una prueba más de la imbricación entre sociedad y cultura, la que parece acentuarse en momentos de crisis. O al menos, en que todo parece comenzar nuevamente.

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