Eduardo Sacheri: “Ponerle palabras al pasado es una manera de entenderlo y domesticarlo”

En su nueva novela, El funcionamiento general del mundo, el escritor argentino revive sus días de adolescencia a inicios de los 80, los años de los militares y las Malvinas. "Esos años fueron extraordinariamente importantes para mí", dice, en los que se reconstruyó después de la muerte de su padre.


Subió a su compacto, un Volkswagen Up, y condujo hacia el sur. Se alejó de la gran ciudad y comenzó a ingresar en campos abiertos, en extensas llanuras cada vez más solitarias. Era julio de 2019 y Eduardo Sacheri (1967) emprendía un trabajo de exploración literario. El plan era viajar sin preparación, un poco de improviso, con destino a la Patagonia. En cinco días recorrió 4.500 kilómetros por carreteras desoladas y paisajes inmensos. Cubría entre 700 y mil kilómetros diarios, a veces sobre hielo y nieve y con poco combustible. “Quería llenarme de paisajes, de frío, de viento, de olores”, cuenta. “A veces bajaba del auto para sentir la inmensidad y la soledad. La pasé muy bien, por suerte no me quedé varado por allá”, dice.

Esa ruta es la misma que transitan los personajes de su más reciente novela, El funcionamiento general del mundo. Publicada por el sello Alfaguara, en ella cuenta la historia de Federico, un padre divorciado que organiza un viaje de vacaciones de invierno con sus hijos adolescentes. Van a las Cataratas del Iguazú, pero la mañana del vuelo recibe una noticia que lo conmueve y que remece zonas dormidas de su pasado: en un pueblo de la Patagonia ha muerto una profesora con la que se siente en deuda desde su adolescencia.

El padre se siente comprometido y cambia de planes: toma la carretera hacia el sur, con sus hijos disgustados en el auto. La familia se encuentra en medio de una crisis, el divorcio no ha sido fácil para ninguno de ellos. Pero durante cuatro días, atravesando aquellas tierras inabarcables, el protagonista se reencontrará con sus recuerdos y los compartirá con sus hijos, sobre todo aquel lejano torneo de fútbol en el Colegio Arturo del Manso, en 1983, cuando tenía 15 años.

De este modo, la novela se desarrolla entre el pasado y el presente: entre el viaje en auto de la familia y los recuerdos del padre en torno a su adolescencia, en los años de los militares y la Guerra de las Malvinas. Novela de carretera y de relaciones familiares, es también una historia de formación: a través de ella Sacheri recupera su adolescencia, sus años de secundaria durante la dictadura.

“Tenía ganas de situarme en la adolescencia, pensada como este momento de la vida donde se definen cosas muy importantes sobre cómo nos vamos a relacionar con otros y con nosotros mismos. No es casual que el foco de la novela esté en una enorme escuela secundaria, gigantesca y masiva, como aquella a la que asistí yo, porque revisando mi propia historia me doy cuenta de lo esencial que fue para mí la escuela secundaria. Esos años fueron extraordinariamente importantes para mí, sobre todo en cómo relacionarme con los demás, qué límites poner al poder de los demás, tanto de adultos como de mis pares”, relata.

En la vida del autor y en la novela, el fútbol ocupa un lugar muy significativo, que alcanza resonancias más allá del juego. “Jugar al fútbol fue para mí esencial para encontrar un lugar. Eso es algo que en ese momento viví sin entender y hoy con 53 puedo entender: jugar a algo te permite descomponer la complejidad de la vida en algo mucho más sencillo, y si tu experiencia es provechosa, volvés a la complejidad de la vida con alguna herramienta mejor. Por eso el título hasta pomposo de la novela; pensar el funcionamiento general del mundo es inabarcable y sospecho que es lo que intentamos cada día de nuestra vida. Es de una candidez absoluta intentarlo, porque no lo vamos a lograr, pero no nos queda otra que ensayarlo. Yo siento que mi primer gran laboratorio fue el liceo. Mi protagonista, Federico, está en otro momento en que tiene que definir su vida -está divorciado, sus hijos son adolescentes, están atravesando una tormenta familiar muy evidente- y tal vez esa revisión de su pasado les pueda ser útil a él como a sus hijos”.

Compartir ese pasado que sus hijos no sospechaban, porque el padre no habla de sí mismo, abre las puertas para el reencuentro entre ellos…

Es una idea que me entusiasma: ponerle palabras al pasado es una manera de domesticarlo, de entenderlo y aprovecharlo. Me gustaba la posibilidad de que este personaje se viera obligado a hacerlo, no es una acción voluntaria, intenta justificar por qué es tan importante el viaje. Como nunca ha hablado, tiene que cambiar su hábito del silencio por el nuevo hábito de explicarse, y siento que ese es un desafío que todos tenemos. Mi contacto biográfico con Federico no es más que ese, mis hijos son más grandes, sigo casado, mi familia de origen me dio una infancia más amable que la de Federico, pero esta duda existencial de ¿reviso ese pasado o no?, ¿me sigue afectando o lo he superado? Creo que todas las personas vivimos sometidas a respondernos ese tipo de preguntas.

¿Cómo fue para usted la adolescencia en la Argentina de inicios de los 80?

No es causal que yo elija el año 83 en la novela, porque esos chicos tienen 15 años, como yo en esa época. Argentina adelanta un poco en relación a Chile, porque el derrumbe del gobierno militar es anterior y es un derrumbe. Para la Argentina ya en el 81 los militares están derrumbándose, en el 82 tenemos la Guerra de Malvinas, con lo cual es el canto de cisne de ese gobierno militar que por un par de meses recibe el apoyo de una sociedad enloquecida. Yo todo lo veía como adolescente, el 81 veía a todo el mundo quejarse de los militares, el 82 los veía admirar a los militares, y luego la estampida final. En el 83, en octubre, tuvimos elecciones presidenciales y en diciembre la asunción de Alfonsín, nuestro primer presidente de la democracia. Pero más que irme a la cuestión política general, lo que más recuerdo es el desajuste del mundo de los adultos en ese tiempo, sobre todo en la escuela, que no sabían cómo procesar el pasaje de una sociedad autoritaria a una democrática. Ver su confusión era sumamente movilizante, no todos actuaban igual: tenías los que se refugiaban en el autoritarismo acérrimo y ya desafinaban, los que no ponían límites porque la situación los había desbordado, y otros en medio tratando de navegar del modo más razonado posible. Mi traducción íntima de esos años no tiene tanto que ver con lo que pasa en las alturas del poder, sino en esos adultos desconcertados. Yo hice el liceo entre el 81 y el 85, con lo cual pasé de una dictadura convencida a su derrumbe, a la democracia y a la primavera de Alfonsín, todo mientras estaba en el liceo.

¿De qué modo lo definieron esos años?

En un sentido muy personal, fueron años de reconstrucción, porque yo perdí a mi padre a los 10 años y para mi familia esa fue una herida muy dolorosa y traumática, muy desestabilizadora. El final de mi niñez y el inicio de la adolescencia no se trató solo de encontrar una escuela, amigos, o en relación a las chicas, sino también de recuperar una estabilidad después de ese duelo. Y siento que me marcó mucho, y por eso hay tanto fútbol en la novela, porque el fútbol fue para mí el vehículo de aprendizaje y de realización; de aprendizaje de cómo me convenía moverme y de realización porque utilizándolo encontré un sitio más o menos seguro y confortable.

¿Jugaba de arquero, como el protagonista?

En esa época sí, utilicé esa posición hasta que la necesité. Cuando crecí y noté que no iba a ser profesional, decidí abandonar el puesto por lugares más amables. Jugar en el campo implica muchas menos responsabilidades que para el portero. Pero fijáte, eso lo hice a los 23. En esos años de formación necesité jugar donde mejor jugaba, no donde más me gustaba, porque ahí encontraba un reconocimiento en mis compañeros que yo necesitaba. El fútbol te indica caminos que después uno ve si los sigue o no, pero te da señales. Si en la vida quiero ser tenido en cuenta de tal o cual modo, hay ciertos sacrificios que hacer o ciertos riesgos que debo correr.

¿Hubo en su adolescencia alguien tan importante como la profesora de Federico?

No tan importante como es para él. Pero me da la sensación que uno en la adolescencia puede ser muy ingrato; me llevó más años echar la vista atrás y decir esta profesora, este profesor qué importantes fueron, esta por este motivo y aquel por otro. Pero no creo haber sido explícito en mis agradecimientos y no fui explícito en mis reclamos, tendía a ser dócil por mi personalidad y por la época. Siento que la profesora de la novela es un Frankenstein positivo de algunos rasgos que encontré en algunos de mis profesores. Y me doy cuenta que en 25 años de profesor de liceo estoy todo el tiempo intentado reproducir esa combinación de rigurosidad, afecto, humor, registro de quienes tenés al otro lado, al menos como intento.

En los recuerdos del protagonista reviven también los abusos de un grupo de chicos mayores. ¿Le tocó sufrir eso también?

Sí, pero yo era esa parte intermedia del rebaño que no eran las víctimas habituales, pero que estaban ahí alertas. Si tuviese que revisar esa época, lo peor que hacíamos los que éramos como yo era conformarnos con no ser atacados por los leones, no éramos buenos defendiendo a las otras ovejas. Teníamos más una actitud de a mí no me tocan.

Usted es profesor de historia en una escuela secundaria, ¿cómo ve hoy el problema de los chicos abusivos?

Ha ido retrocediendo y hay otra conciencia al respecto. Tampoco creo que haya desaparecido, pero al mismo tiempo me parece que hay canales discursivos que están abiertos y está mucho menos naturalizado. Por eso intenté marcar diferencias entre el padre y los hijos: hay un corte generacional entre Candela, Joel y Federico. No importa si eres chica o chico, ves al mundo de tus padres como dinosaurios insensibles. Yo lo viví con mis hijos, ahora son más grandes, pero tuvieron la edad de esos personajes, y está bueno notar la diferencia entre generaciones. Y también pasa al revés, a Federico le molesta la manera salvaje en que se hablan sus hijos: no lo insultes, le dice, no lo estoy insultando le responden.

¿Qué piensa del lenguaje inclusivo?

Lo respeto, respeto la iniciativa en tanto estrategia de visualización de diferencias y discriminaciones y de ejercicios inadecuados del poder. En lo personal, tampoco me gusta o no me siento cómodo cuando me indican preceptivamente qué debo decir. O cuando se infiere de mi modo de hablar mi modo de sentir, de pensar o de actuar. A veces siento que si nos metemos tanto con el modo de hablar de las personas, perdemos de vista cosas que son más esenciales. Y me gusta mucho el idioma, en español vamos siendo capaces de pensar y revisar un montón de cosas en cuanto al modo de relacionarnos. Y otros idiomas que carecen del genérico masculino, como el inglés, también han dado lugar a sociedades extremadamente machistas en algunos momentos. El lenguaje inclusivo no es una lucha en la que me sienta convocado a participar, que no es lo mismo que decir si estoy a favor de la igualdad de género, pero siento que tengo otros caminos que recorrer en los que me siento más cómodo.

Acá en algunas universidades sugieren usar el lenguaje inclusivo...

No me parece necesario. Para mí es extremadamente importante la libertad de las personas, la singularidad de cada uno, y precisamente no me gustaría en nombre de esa libertad y de ese reconocimiento individual indicarle a nadie cómo tiene que hablar o escribir. Aparte es extremadamente cansador desarticular toda una gramática, prefiero utilizar mi energía en otras exploraciones y en otras situaciones. En la novela, puedo poner a Candela a cuestionar a su padre sin necesidad de que hable en inclusivo. Cualquier preceptiva sobre cómo tengo que hablar me molesta, cualquiera, siento que no es provechosa.

En esta novela como en libros anteriores usted recupera momentos y episodios de su vida. ¿Trabajar con la memoria emotiva es parte importante de su proyecto narrativo?

Creo que sí, porque yo escribo para entender mi propia vida, que es lo mismo para lo que leo. ¿Por qué leo, por qué veo cine, por qué escucho música? ¿Qué me importa del arte, para qué acudo al arte? Para tratar de entender, sobre todo mi propia vida. La escritura para mí es como una búsqueda un poquito más a fondo, porque es más personal, en el sentido de que estoy yo al mando del asunto y entonces necesariamente voy a abrir preguntas mías, voy a abrir momentos míos o momentos de la sociedad en la que vivo, aunque hayan sucedido antes de que naciera. Me puse a escribir para eso, me encanta que se haya producido este extrañísimo milagro de que lo haya constituido en una profesión, sin tener la menor idea de que esto sucediera en un comienzo, pero nunca quiero peder de vista para qué lo hago, que es para eso.

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