Culto

Esta isla bendita: un relato de Jaime Bayly

Nosotros nos quedamos casi todo el verano en la isla, y por eso tenemos fama de locos y de pobretones. Viajamos dos o tres veces durante las vacaciones escolares, pero son travesías breves, de apenas siete días. Luego regresamos extrañando a la isla y, sobre todo, a nuestro perro y nuestros gatos. No podríamos dejarlos tres meses seguidos, sería una crueldad egoísta.

Esta isla bendita: un relato de Jaime Bayly Brynn Anderson

Ha sido un alivio volver a mi casa en la isla, sin que los agentes de migraciones me sometieran a interrogatorios hostiles ni impidiesen mi retorno a este país en el que vivo hace más de treinta años. Saliendo del aeropuerto, abracé a mi esposa y celebré que los cancerberos del gobierno no hubiesen hincado sus afilados colmillos en mis carnes flácidas.

-Todavía soy un hombre libre -le dije.

Después llegamos a la casa y dormí tosiendo, o tosí dormido, que es una manera horrible de dormir. Hace tanto calor en la isla que todo el que podía se ha marchado ya. Nos quedamos unos pocos, agonizando bajo el calor infame, arrastrándonos en medio de unos aires candentes que parecen salidos de una sauna con mosquitos. Nos quedamos los pobres de la isla, los locos de la isla, los que no tenemos dos o tres casas por el mundo donde refugiarnos del rigor inclemente de la canícula. Los ricos, los pudientes, los muy millonarios, que son la mayoría en esta isla bendita, se van apenas terminan los colegios de los niños, es decir los últimos días de mayo, o los primeros de junio. Generalmente se van al norte, bien al norte, buscando climas benévolos, aires frescos, mares templados. Tienen casas en los Hamptons, en Connecticut, en Maine, en Vermont. Para ellos, poseer una casa de verano no solo permite un descanso del calor infernal de la isla, sino también constituye una afirmación de que son indudablemente ricos y exitosos y que vivir en la misma casa todo el año es una inquietante señal de austeridad, cuando no de crisis.

Nosotros nos quedamos casi todo el verano en la isla, y por eso tenemos fama de locos y de pobretones. Viajamos dos o tres veces durante las vacaciones escolares, pero son travesías breves, de apenas siete días. Luego regresamos extrañando a la isla y, sobre todo, a nuestro perro y nuestros gatos. No podríamos dejarlos tres meses seguidos, sería una crueldad egoísta. Cuando viajamos, el perro se muda a la casa de su infatigable cuidadora chilena, y los gatos permanecen en nuestra casa, atendidos por una señora cubana. Pero no es solo que extrañamos a nuestras mascotas: también nos gusta volver a casa, porque, a despecho del calor, acá somos felices, y es una felicidad que lleva quince años parejos, consistentes.

Como la isla se queda bastante despoblada de residentes durante el verano, pues ellos parten a Nueva Inglaterra o a la república liberal de California, y como vienen pocos turistas cuando arden los mares que lamen las orillas del cayo, y como son contados quienes se aventuran a la playa cuando la vida se tensa en cuarenta grados centígrados, nosotros limitamos nuestros movimientos para no exponernos al sol y procuramos estar siempre bajo la protección bienhechora del aire acondicionado: los restaurantes y cafés suelen estar vacíos, y las farmacias a las que vamos a menudo están libres de tumultos y de compradores que pujan por un descuento, y los gimnasios que visitan mi esposa y nuestra hija no se desbordan de mujeres guapas y sudorosas, como ocurre el resto del año. Por eso, bien miradas las cosas, tiene sus ventajas estar en la isla una parte del verano, no solo por la compañía alentadora del perro y los gatos, sino porque esta isla bendita de catorce mil habitantes vuelve a parecerse a lo que era hace treinta años, cuando apenas siete mil personas vivían en ella.

En mi caso, además, el escritor renace cuando está en casa. No consigo escribir cuando viajo, a menos que sean crónicas breves, relatos de viajes. Solo me atrevo a escribir textos de más largo aliento cuando vuelvo a la rutina de esta casa, esta isla. Yo digo que hago muchas cosas, aunque en realidad me engaño, porque casi no trabajo, o lo que hago no lo siento como un trabajo: grabo un video para YouTube, voy al estudio para hacer un programa de televisión que casi nadie ve, y escribo o corrijo pasajes de una novela. Ahora mismo estoy corrigiendo una novela sobre Hugo Chávez y Fidel Castro, que saldrá el próximo año con la editorial Galaxia Gutenberg, una novela que he titulado “Los golpistas”, aunque originalmente me tentaba llamarla “Cabrones de mala entraña”, un título más provocador, pero quizás excesivo, porque, que yo sepa, no hay cabrones de buena entraña.

Gracias a mi esposa, que ha instalado una sauna en el gimnasio de la casa, estoy mejor de salud. A las cinco y media de la tarde, entro en la sauna vistiendo unos calzoncillos y sudo como una bestia en el desierto durante media hora. Esas copiosas transpiraciones de los invisibles agentes del mal me han despejado las vías respiratorias y han amainado las toses ominosas, satánicas. El problema es que, para entrar y salir de la sauna, necesito que mi esposa abra la puerta, pues es una suerte de carpa grande que no puede abrirse fácilmente desde adentro, o que yo no sé abrir de puro torpe. La otra tarde le di a mi esposa un cronómetro y le dije:

-Ven a sacarme en veinte minutos.

Pero ella fue a cambiarse para ir a sus clases de karate (hace una hora de gimnasia, una de yoga caliente, y una de karate todos los días), y luego se enredó en una discusión con nuestra hija, y se olvidó de venir a rescatarme de la sauna, y yo estaba a punto de caer desmayado, bañado en sudores, ardiendo en fiebres, atacado de calores morbosos, cuando por fin mi atlética mujer de acordó de mí y llegó antes de que yo colapsara, deshidratado:

-Tu plan era matarme -le dije, y ella se rio.

Hace tres semanas, irme a dormir me daba miedo, pues cada noche, por culpa de la tos y la insuficiencia respiratoria, era una auténtica pesadilla. Las noches eran eternas y espantosas, salpicadas de toses cavernosas y esputos con la cara del demonio mismo, y yo sufría porque estaba extenuado de toser y, sin embargo, no podía conciliar el sueño, y entonces terminaba tirado en un sillón de la sala, o en el cuarto de huéspedes, o, en mi peor momento de desesperación suicida, desnudo en la piscina, sobre un flotador, resignado a morir en esas aguas.

Ahora llevo tres noches seguidas durmiendo bien, y por eso celebro haber regresado a nuestra casa en la isla. Parece ser que me he curado. Cada dos horas despierto y tomo unas mieles que mi mujer me ha conseguido y luego sigo durmiendo profundamente. La otra noche soñé que estaba en una feria del libro en Santiago de Chile y que mi padre estaba vivo y, junto con mi madre, promocionaba mis novelas, recomendaba a los lectores que las leyesen: debe de ser que ya estoy mejor.

Entretanto, y acaso porque siento renovados bríos, he ordenado mis papeles y he encontrado antiguas cartas de amor y he leído centenares de tarjetas de presentación de numerosas personas que ya no viven o que ya no sé quiénes son: leía el nombre, el cargo, la empresa, la ciudad, y no sabía en qué circunstancias aquella persona me dio su tarjeta, ni lograba recordar nada sobre ella. He tirado a la basura centenares de tarjetas de personas muertas, o que han expirado en mi memoria, que es casi lo mismo, y me he sentido un hombre mayor que no recuerda con nitidez los pormenores de su pasado. También he encontrado seis computadoras portátiles, viejas, viejísimas, y he tratado de encenderlas, pero ninguna prende, y me he preguntado qué cosas estarán ocultas en aquellas máquinas en desuso. Ahora mismo no sé si tirarlas todas a la basura, o si pedirle a un técnico que trate de rescatar los secretos impredecibles que tal vez se hallan grabados en esas computadoras.

Donde hay demasiada gente, aun en verano, aun de vacaciones, es en las agencias bancarias que visito todas las semanas, pues tengo que hacer un giro, una transferencia, o un depósito, un retiro en efectivo. Al salir de la agencia, llevo billetes en todas las denominaciones, porque soy un hombre que da propinas, y eso me obliga a visitar el banco y hacer la cola para sacar billetes de cinco, de diez, de veinte. Y me hace feliz cuando alguna de mis hijas me pide un dinerillo y yo corro al banco a enviárselo puntualmente y sin hacer preguntas: en esos momentos, me siento un buen padre, el padre que paga las cuentas sin darse aires autoritarios de paterfamilias, el padre que tiene fama de loco y lunático, el padre que no tiene casa en Nueva Inglaterra ni en California y que se queda a pasar los veranos con los pobretones felices de esta isla bendita.

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