Culto

Voy a reventar de un infarto: un relato de Jaime Bayly

Si no me dejan entrar a la fiesta de mi familia por estar tan gordo, y llevar el pelo tan largo, y parecer un indocumentado o un enemigo del gobierno, alegaré que no pueden echarme porque es mi madre quien pagará la celebración.

Mi familia me ha invitado a una fiesta en un hotel de Nueva York. Tengo pavor de asistir. Estoy demasiado gordo. Me temo que los guardias de seguridad no me dejarán entrar. Dirán: este gordo mal peinado seguramente es un ilegal. Luego me arrestarán y deportarán.

Me he puesto a dieta para que me dejen entrar a la fiesta de mi familia. Tengo apenas tres semanas para adelgazar. Me he prohibido comer pastas, pizzas, panes y postres. También estás vedadas las coca colas, desde luego. Llevo una semana a dieta y estoy menos gordo, pero no me atrevo a pesarme por temor a llevarme una decepción.

Si no me dejan entrar a la fiesta de mi familia por estar tan gordo, y llevar el pelo tan largo, y parecer un indocumentado o un enemigo del gobierno, alegaré que no pueden echarme porque es mi madre quien pagará la celebración. Sin embargo, ella me ha dicho claramente: si no bajas de peso, y no te cortas el pelo, y sigues arrastrando los pies, y si insistes en criticar al presidente, prefiero que no vengas a la fiesta, porque me da pena verte así, tan venido a menos.

Tal vez sea mejor quedarme en casa, gordo, perezoso y pelucón, y no hacer el esfuerzo de presentarme en la reunión de mi familia. Porque, aun si me dejan entrar, aun si estoy visiblemente menos obeso y recién salido de la peluquería, sé que no me divertiré en el festejo.

La verdad es que no voy a fiestas porque nunca me invitan, pero como se trata de una celebración de mi familia, supongo que se han sentido obligados a invitarme, no tanto porque añoran mi compañía lánguida, sino porque mi madre quiere ver a mi esposa, mi exesposa y mis hijas, quienes irán de todos modos y entrarán, regias, al sarao, aunque yo me quede afuera, como más de una vez me han dejado afuera de los clubes exclusivos en Nueva York, por no ser suficientemente delgado, rico y famoso, y por llevar sobre la cabeza un pelo que parece alfombra o bisoñé.

Si los fornidos porteros vestidos de negro se apiadan de mí y me dejan entrar, me sentaré en una esquina en la penumbra, lejos del bullicio, y me enfocaré rencorosamente en observar, como un espía o un infiltrado, los secretos de la fiesta, para luego contarlos en algún relato desvergonzado, infidente. En mi caso, el rencor proviene de la incapacidad de divertirme en esa fiesta o en cualquiera. No bebo alcohol, no consumo drogas, no fumo tabaco ni cannabis, no poseo energía para hablar a los gritos, no me gusta bailar. Soy como un cactus o una palmera en la esquina menos iluminada de la fiesta. Si alguien se acerca y me habla, le diré que debe alejarse enseguida porque llevo en las vías respiratorias una tropa malsana de coronavirus. Si me hablan bien del presidente, hablaré bien del presidente. Si me hablan mal del presidente, hablaré mal del presidente. Si me dicen que debo ser presidente, diré que ya lo soy, pero en el exilio, desterrado. En cualquier caso, me abstendré de bailar, y mi esposa y mis hijas evitarán bailar conmigo y, en general, hablar conmigo. Tontas no son: saben que la diversión consiste en alejarse de mí.

Tengo fe en que mi madre me dará un abrazo y me dirá cosas dulces al oído, si le parece que he bajado de peso, y si encuentra que llevo el pelo corto, y si, al escudriñarme, advierte que no arrastro los pies. No me engaño, sin embargo. Soy su hijo fallido, malhecho, fracasado. Sus otros hijos, mis hermanos, son delgados, muy delgados, porque se pasan la vida haciendo deportes, y llevan el pelo corto, muy corto, o ya casi no tienen pelo, calvos y estresados, y no arrastran los pies como yo, porque son atletas, maratonistas, ciclistas, nadadores, tenistas, y son de derechas religiosas y pistoleras, pues llevan armas de fuego y les gusta cazar animales.

Yo detesto cazar animales. Me irrita que mis hermanos digan que, cuando matan animales, ayudan a preservar la especie. Cuando era un niño, mi padre quiso educarme en la pasión enfermiza de matar animales. Yo tenía pena de dispararles a esos animales bellos e inocentes que mi padre cazaba con instinto depredador. Vivíamos en el campo. Mis padres no permitían que tuviésemos mascotas dentro de la casa. Mi madre decía que los perros y los gatos eran animales inmundos porque se lamían los genitales. Mi padre tenía la sangre fría de disparar y matar a los perros y los gatos que se metían en los jardines de su casa, buscando comida. También era capaz de matar palomas, picaflores, cuervos, águilas, cóndores. Mi padre era una bestia peluda. Si estaba tomando un trago en el jardín, y se acercaba un picaflor, sacaba la pistola y le disparaba. Cualquier animal vivo, fuese un ave, un mamífero o un reptil, era su enemigo. Yo también lo era, y creo que él no me veía como un mamífero, sino como un reptil.

Mal educado por mis padres, crecí viendo hostilmente a los perros, los gatos y los animales en general. Cuando me mudé a la isla donde vivo hace tres décadas, tenía la estúpida costumbre de matar lagartijas, arrojándoles cocos, y espantar a los gatos, echándoles agua de la manguera. Peor aún, si conducía un auto, y veía a una iguana viva sobre la pista caliente, trataba de arrollarla. Me avergüenza recordar que ese sujeto estúpido era yo mismo, siendo el hijo acanallado de mi padre, sin darme cuenta.

Ahora vivo con un perro y dos gatos que son parte de mi familia. Aprendí a quererlos, gracias a mi esposa. Ella trajo al perro y a los gatos. Los quiero como si fueran mis hijos. Cuando voy a un restaurante, compro comida también para ellos. Mi perro me da lengüetazos en los labios, una pasión que sé corresponder. Los gatos son los jefes de la casa y yo me subordino a ellos y soy apenas su mascota. Trato de no viajar porque me entristece alejarme de ellos. Por eso viajaré apenas tres días a la fiesta en Nueva York, porque sé que extrañaré al perro y a los gatos. Quisiera viajar con ellos, pero mi esposa dice que no conviene. Cuando los veo lamiéndose los genitales, recuerdo a mi madre, disgustada por el impudor de los animales. Cuando me encuentro besando a mi perro, descubro que lo amo como no pude amar a mi padre. Cuando murió nuestra amada gata señorial, a quien recordaremos pronto, en el día de los muertos, haciéndole un altar, lloré como no lamenté la muerte de mi padre.

No solo tengo miedo de que no me dejen entrar a la fiesta de mi familia, o de aburrirme si me permiten ingresar. También me aterra encontrarme con mi exesposa afrancesada, su novio francés y su padrastro austríaco. Si ellos no se acercan a mi esquina del rencor y la desdicha, no seré un caballero, no me acercaré a ellos para romper el hielo, no les obsequiaré una sonrisa taimada, hipócrita. Pero, si vienen a mi mesa, me pondré de pie y los saludaré cortésmente, como si no fueran mis enemigos. En realidad, son mis adversarios, aunque simulen no serlo. Mi madre los tiene en alta estima y a buen seguro conversará con ellos. Yo prefiero mantenerlos a prudente distancia. Sin embargo, debo estar preparado para que me tiendan una emboscada. A diferencia de mí, ellos beben alcohol sin comedirse. En algún momento de la celebración, pasada la medianoche, estarán borrachos sin darse cuenta y yo seguiré tomando agua mineral con limón. Entonces vendrán a mi mesa, y aun si he bajado de peso, me dirán insidiosamente que estoy gordo, que debo practicar deportes como mis hermanos exentos de grasa, que me conviene aplicarme inyecciones para perder tejido adiposo. Por suerte, el padrastro austríaco no podrá echarme de la fiesta como una vez me despidió a gritos de su casa, pues de esa fiesta solo podría expulsarme mi madre, que la costeará, tan generosa como siempre, o sus guardias de seguridad, que podrían confundirme con un ilegal o un intruso.

Me quedan tres semanas para bajar de peso y cortarme el pelo. Conociéndome, llegaré gordo, perezoso y pelucón a la fiesta de mi familia. Si ya soy la oveja negra, el hijo díscolo, mal portado, debo hacer honor a mi fama. Me sentiría un impostor, si me presentase delgado, circunspecto y con el pelo bien corto. Puedo oír a lo lejos a mis hermanos mirándome con desdén y diciendo: está tan gordo que va a reventar de un infarto. Puedo escuchar a mi madre diciendo: y no se irá al cielo.

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