¿Intencionalidad política en el diseño del presupuesto 2026?
Los cambios de criterio del Ejecutivo respecto a la forma de financiar determinadas partidas podrían crear importantes trabas para el siguiente gobierno, lo que ha levantado suspicacias de una posible intencionalidad política. Estas sospechas refuerzan la conveniencia de adelantar la fecha de las elecciones para así discutir el presupuesto posteriormente, y de esa forma desacoplarlo del ciclo electoral.

La discusión del Presupuesto 2026, en plena campaña presidencial y parlamentaria, claramente ha subido de tono. Las acusaciones cruzadas ya no se limitan a si una partida recibe más o menos recursos, sino que ahora apuntan al diseño mismo del proyecto, donde llama la atención los cambios de criterio del Ejecutivo en relación al financiamiento de determinados ámbitos, lo que incluso ha dado pie para levantar suspicacias sobre una posible intencionalidad política.
Entre los elementos que han llamado la atención de la propuesta que ha hecho el Ejecutivo, destaca que el presupuesto no contempla reajuste alguno para el subtítulo de personal, aun cuando la negociación del sector público -que ningún actor imagina con reajuste cero- se resolverá después de aprobado el presupuesto. Así, por primera vez se presenta un gasto de personal subestimado desde su origen. Ello podría generar presiones de gasto para la futura administración de hasta US$ 1.800 millones, equivalentes al costo de la ley de reajuste del año pasado.
A ello se suma que el gobierno no respetó la tradición de dejar al próximo Ejecutivo una provisión de libre disposición -de alrededor de US$ 460 millones-, optando en cambio por una fórmula de reasignación de recursos que ha sido objeto de cuestionamientos por su estrechez. Si bien esta modificación recoge parcialmente las recomendaciones de la Comisión Asesora para Reformas Estructurales al Gasto Público, su aplicación se aparta del espíritu original, que proponía una facultad acotada y transparente para reasignar hasta US$ 9 mil millones, con reglas explícitas.
Otro aspecto preocupante es la contracción inédita de la inversión pública. Como advirtió el presidente de la Cámara Chilena de la Construcción, para 2026, sin considerar a los gobiernos regionales, la inversión caería 12,5%, en tanto que la del MOP bajaría 17,2 % en un solo año. Se trata del mayor retroceso en su historia reciente, equivalente a unos US$ 700 millones, que incluye la reducción de 30 mil subsidios habitacionales. Paradójicamente, en años anteriores el Ejecutivo había hecho de la inversión pública su bandera para dinamizar la economía y el empleo.
Es cierto que, tras las reiteradas desviaciones fiscales, era necesario corregir el rumbo y reconducir el gasto hacia una senda sostenible. Sin embargo, sorprende que varias de esas medidas, si eran realmente eficaces, no se aplicaran en presupuestos anteriores. Además, aunque el Ejecutivo invoca las recomendaciones de la Comisión de Gasto Público, un examen detallado muestra que las acciones incorporadas no reflejan ni el fondo ni el propósito de las propuestas originales.
Lo concreto es que no es claro el porqué de estos cambios de criterio del Ejecutivo, pero lo que sí parece evidente es que al dejar partidas fundamentales sin un financiamiento claro o reducir los montos destinados a inversiones se ha despertado el temor de que detrás de ello se esconda la intencionalidad de dejar una serie de amarras y trabas que compliquen a la próxima administración, anticipando así que la expectativa del Ejecutivo es que la siguiente administración será de oposición. Lo irónico es que, en la eventualidad de que efectivamente exista un sesgo electoral en su confección, este diseño igualmente le jugará en contra a Jeannette Jara en caso de triunfar, por lo que en la práctica sería un búmeran en contra de la propia candidata oficialista.
Sin duda se avecina un escenario complejo en la discusión presupuestaria -a la fecha, 10 de las 33 partidas presupuestarias analizadas por las subcomisiones del Congreso fueron rechazadas durante la primera etapa de discusión, lo que escaló el debate a la Comisión Mixta, que se iniciará la próxima semana-, pero el hecho de que en esta oportunidad se hayan añadido suspicacias de un posible uso político por parte del gobierno -algo que de comprobarse cierto implicaría sentar un grave precedente y confirmaría un abierto intervencionismo por parte de La Moneda- refuerza lo que ya se ha planteado en estas mismas páginas, en orden a la conveniencia de cambiar la fecha de las elecciones y discutir posteriormente el presupuesto, esto no solo como una forma de desacoplarlo del ciclo electoral y así reducir el riesgo de que sea utilizado como un arma política, sino también para que refleje de mejor forma las prioridades del gobierno entrante.
En un año electoral el presupuesto se discute con la mirada del gobierno que se va y del Congreso en funciones, mientras que la administración entrante queda amarrada, al menos durante un año, a prioridades ajenas. En tiempos de estrechez fiscal y de urgencias crecientes en seguridad, salud y educación, ese diseño institucional resulta cada vez más anacrónico. Por otra parte, el activo rol que distintas candidaturas están desplegando en la tramitación de la Ley de Presupuestos, desde el cuestionamiento de glosas hasta la denuncia de opacidades, confirma que desde el mundo político hay un creciente interés por involucrarse en esta discusión. Precisamente si las elecciones se adelantaran el debate presupuestario podría satisfacer mejor estos objetivos, y a la vez desincentivar intervenciones de los gobiernos con fines electoralistas.
Ciertamente es lamentable que este debate haya surgido debido a las dudas que genera el diseño presupuestario y a las sospechas de intervencionismo por parte de La Moneda, pero después de todo quizás se ha abierto una oportunidad para fortalecer las capacidades institucionales y reconciliar el mandato político con la responsabilidad fiscal.
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