Educación

Así se preparan las universidades chilenas para la llegada de la inteligencia artificial

La educación superior tiene una visión positiva y al mismo tiempo crítica de la inteligencia artificial: saben del potencial que tiene, pero también conocen los riesgos que implica. Así es como algunas carreras enseñan esta y otras tecnologías disruptivas sin perder lo esencial: la humanidad. 

Así se preparan las universidades chilenas para la llegada de la inteligencia artificial Thomas Fuller / SOPA Images

Si la educación fuese una mesa, hace dos años y medio, la mano de la inteligencia artificial tiró del mantel y todo lo que estaba encima, frágilmente ordenado, se dio vuelta. La aparición de ChatGPT, que en apariencia era solo una simpática aplicación online capaz de recibir instrucciones y responder preguntas, se convirtió de inmediato en una fuerza que, además de derramarlo todo, puso en entredicho las mismas estructuras de la mesa.

Los chats de grandes modelos de lenguaje —que también incluye a Gemini, Claude, Meta AI o Grok, entre otros— se volvieron la tecnología de más rápida adopción en la historia: en apenas once meses, más de 100 millones de personas usaban ChatGPT de manera frecuente.

Imagen referencial.

El plan de las universidades chilenas para el arribo de la inteligencia artificial

Una irrupción que cambió muchas cosas pero pocas como la educación, que vio cómo los métodos tradicionales de enseñanza y evaluación, capaces incluso de sobrevivir a internet y Google, ahora quedaban completamente amenazados por la inteligencia artificial. “La irrupción de la IA ha sido tanto una oportunidad como un desafío para la cultura universitaria”, reconoce Soledad Arellano, vicerrectora académica y de investigación de la Universidad Adolfo Ibáñez.

En la educación superior saben que no pueden considerar a la inteligencia artificial como un enemigo: su buen uso, aparte de ser indispensable para la vida profesional, es capaz de abrir las posibilidades del conocimiento hasta umbrales que parecen ilimitados.

Para las universidades, nunca antes fue tan urgente adaptar y adoptar una nueva tecnología a las metodologías académicas, mientras al mismo tiempo deben normar su uso entre estudiantes y docentes. Todas las instituciones consultadas coinciden en que la visión respecto a la IA debe ser positiva y crítica, pues sus beneficios y potencial son tan innegables como sus riesgos.

Quienes se resisten al uso de la IA en la educación pueden encontrar mucha evidencia a su favor. Por ejemplo, un estudio de NewsGuard, organización que analiza la desinformación, mostró que los diez chatbots más populares —entre ellas ChatGPT, Gemini, Grok y Copilot— repetían información falsa, hasta 40% de las veces, cuando se les preguntaba sobre noticias de actualidad.

Quienes, por otro lado, se entregan con total optimismo a esta tecnología, también tienen con qué respaldar sus argumentos: el año pasado el Nobel de Física y Química, fueron otorgados a investigadores que lograron sus hallazgos gracias a la IA. “Nuestra postura es positiva-crítica”, dice Ulrike Kemmerling, directora académica de la Facultad de Medicina de la U. de Chile. “La IA puede ampliar la metacognición y el acceso al conocimiento, pero nunca reemplazar al razonamiento clínico ni el juicio profesional”.

Lo que allí han hecho es incluir, en todos los planes de estudio, una cláusula ética sobre uso de IA y breves módulos de alfabetización digital crítica, mientras en las aulas se emplean “simuladores clínicos inteligentes y analíticas de aprendizaje que ofrecen retroalimentación inmediata”. Al mismo tiempo, el personal docente recibe “microcredenciales” para rediseñar evaluaciones. La U. de Concepción tiene un plan similar.

En su Facultad de Medicina, como cuenta la decana Ana María Moraga, están finalizando “un gran centro de simulación de aproximadamente 5 mil metros cuadrados”. En paralelo, los académicos que impartirán cátedras con IA están cursando un diplomado sobre su uso, y para el resto del cuerpo docente se ofrecen programas de capacitación certificados. Otras universidades han decidido reorganizar las mallas curriculares de ciertas carreras, dándole más énfasis al aprendizaje y aplicación de nuevas tecnologías en contextos reales.

Ana María Moraga.

Es el caso de Ingeniería Civil Industrial de la U. de las Américas, cuyo nuevo plan de estudios, como explica su directora Érika Madariaga, “incorpora asignaturas como programación, optimización de procesos, análisis de datos, simulación y emprendimientos tecnológicos”. El objetivo es que los futuros ingenieros de la UDLA “estén preparados no solo para adaptarse, sino también para liderar procesos de transformación tecnológica, con una visión estratégica, ética y sostenible del entorno profesional”.

En la UAI, el foco se ha puesto en la capacitación docente, pues entienden que sin un cuerpo académico que esté actualizado y bien formado, la incorporación por sí sola de nuevas herramientas o tecnologías no servirá de mucho.

Hoy tienen un programa llamado ConectIA: Habilidades para la academia del futuro, desarrollado junto a Centro Nacional de Inteligencia Artificial (Cenia), que busca que profesores y profesoras integren “de manera crítica y estratégica la IA generativa en sus métodos de enseñanza, la investigación y el rediseño curricular”, explica la vicerrectora Arellano.

Regular para aprender

Jaime Couso, decano de la Facultad de Derecho de la U. Diego Portales, cuenta que sus estudiantes universitarios “se han acostumbrado rápidamente, antes de que contásemos con un marco pedagógico definido, a usar plataformas de IA, como ChatGPT o Gemini, para sus trabajos académicos”.

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Eso les ha planteado más de un problema: desde un uso no autorizado de la IA o la falta de transparencia respecto a su empleo, hasta un uso “académicamente pobre, incluso algo frívolo, sin verificar la calidad de la información entregada y sin agregarle valor”.

Por eso, y sin perder de vista “las enormes posibilidades que la IA está abriendo en el mundo de los servicios jurídicos”, el Consejo de la Facultad definió orientaciones que fijan estándares académicos para el empleo de estas herramientas, para “promover claridad, de parte de cada docente, sobre usos alentados, permitidos y prohibidos de la IA en sus cursos; y exigir transparencia, de parte de los estudiantes, sobre su empleo, y alertarles sobre posibles infracciones éticas”.

Solo a partir de esa guía, dice Couso, fue posible introducir innovaciones curriculares al respecto, como un taller de primer semestre sobre uso académico de la IA, o el aprendizaje y experimentación con las herramientas más usadas en la profesión jurídica.

La UDLA también implementó este año, a nivel transversal, un marco institucional para el uso de la IA, que regula su aplicación académica, investigativa y en la vinculación con el medio. La idea, como señala Érika Madariaga, es “promover el uso consciente y transparente de estas tecnologías, para que se utilicen como apoyo al aprendizaje y no como sustituto de la reflexión crítica o de la producción intelectual de los estudiantes”.

En Medicina de la U. de Chile, además de utilizar modelos generativos —como ChatGPT-4o, Claude y Gemini— para redactar guías y casos, o simuladores de realidad virtual que ajustan la dificultad automáticamente, cada uso de estas herramientas “debe declararse”, explica Kemmerling.

“El material se valida por académicos y las rúbricas distinguen claramente asistencia técnica de autoría humana”, añade esta última.

Para regular su uso, la facultad combina transparencia obligatoria, supervisión humana y un comité transversal que monitorea buenas prácticas. Esta revolución la protagoniza la IA pero también hay otras tecnologías y formatos involucrados, como la computación cuántica, la realidad aumentada (VR) y extendida, la automatización de procesos, el internet de las cosas (IoT), el análisis avanzado de datos y la robótica.

Todas prometen mejorar las prácticas profesionales, aliviar la carga de trabajo, hacer más eficiente el desempeño laboral y ampliar los límites del conocimiento. Pero el desafío más grande para las universidades, tal como lo plantea Ana María Moraga, está en que no se diluya el factor humano. “Que la artificialidad de la tecnología no haga que se pierda lo más importante de la relación médico-paciente y de cualquier otra vocación profesional: la humanidad”.

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