Dicen que volver es un ejercicio de la memoria, que quien vuelve no olvida o, en el peor de los casos, lucha por no olvidar. Podemos volver a través de los recuerdos o hacerlo de manera más concreta, fáctica. Traté de recordar cuándo había sido la última vez que había ido a Playa Ancha. ¿Tres, cuatro, cinco años? Nunca he sido bueno con las fechas. Lo que sí recordaba era el rival -Deportes La Serena- y el sabor de boca después de aquella tarde: dulce, como el de un empolvado (hay victorias que saben así).

El asunto es que ayer volví al estadio Playa Ancha -oficialmente conocido como Elías Figueroa Brander-. Al igual que mi última vez lo hice en compañía de Rodrigo, quien además de ser wanderino es mi cuñado. No íbamos solos. Un tercer pasajero se había sumado a la aventura dominical: Víctor, mi sobrino, el hijo de Rodrigo.

Sobra decir que íbamos expectantes. Después de seguir la campaña de Wanderers por televisión, queríamos ver qué se sentía estar ahí, casi pegados a la reja, sumidos en la alegría de los otros hinchas. Sabíamos que el rival no era fácil, que más allá de la racha que ha logrado hilvanar el equipo de la mano de Miguel Ramírez la victoria no estaba para nada asegurada, que podíamos sufrir, que podía dolernos, que a veces la ilusión suele desvanecerse cuando te preparas a tocar el cielo con las manos.

No nos complicaba volver derrotados. Al fin y al cabo, la derrota es lo que nos ha hecho fuertes. Y en el caso de Víctor, siempre había declarado que su corazón de hincha habitaba en otra parte, al alero de un club que no sabe de demasiadas zozobras, un club para el que el festejo es un sustantivo cotidiano.

Tempranamente entendimos que la jornada estaba llamada a ser una de esas que por una u otra razón no se olvidan. Antes del minuto de juego, Wanderers ya ganaba por 1-0. Y en ese pequeño fragmento de tiempo, cuando aún no se apagaban los abrazos y los gritos de celebración, yo volví a ser el niño que fui, el que había admirado el fútbol de Jorge Roberto Dubanced; el que años más tarde se maravillaría con las carreras y desbordes de Juan Carlos Letelier; el que se había aguantado la bronca por tantas derrotas; el que alguna vez soñó con hacer un gol a favor del viento para gritarlo de rodillas junto al banderín del córner.

El segundo gol allanó el camino del triunfo y, a pesar del descuento de Magallanes, la jornada terminó cerrándose con dos goles del venezolano Reiner Castro. En medio de los puños que se alzaban sobre las cabezas de los hinchas, en medio de los gritos de gol, hubo algo que ocurría a escasa distancia nuestra y que, de no haber estado atentos, pudo pasar inadvertido. A cada gol de Wanderers, el hombrecito que estaba entre nosotros, aquel que parecía tener su corazón de hincha en un territorio lejano, se revolvía en su asiento. A su modo, celebraba con cierta reserva, como esos preadolescentes que están enamorados de la compañerita de curso pero no se atreven a declararle su amor. El segundo gol fue distinto y ya para el cuarto revoleó la bandera que habíamos comprado antes de entrar al estadio.

Fue inevitable acordarme de ese cuento del argentino Eduardo Sacheri, El cuadro de Raulito, del que solo apunto esta frase: "Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que, en todo caso, eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno". De regreso a casa comentamos un par de cosas sobre el partido, pero ni Rodrigo ni yo hicimos referencia a aquello que los dos advertimos en silencio. Es que hay cosas que simplemente suceden, cuando uno menos se lo piensa. Quién sabe si en muchos años más, Víctor regresará al estadio Playa Ancha y recordará esta tarde de primavera, en medio de la alegría de los hinchas, en mitad de los abrazos, mientras su boca saborea una victoria con sabor a empolvado.

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